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El Gobierno de coalición o cómo ser rupturistas hoy

Ayer se presentó el acuerdo programático firmado por Unidas Podemos y el PSOE que servirá como base del gobierno de coalición que, ya sí, parece inminente. Las reacciones al «nuevo acuerdo por España» se pueden resumir en dos sentimientos. Por un lado, la ciudadanía de izquierdas sintió un profundo alivio, aderezado en algunos sectores por un modesto toque de esperanza. Nada más… y nada menos. Por otro lado, el bloque de la derecha subió la temperatura de un discurso belicoso que roza el golpismo. Su visión patrimonialista del Estado, del poder y del gobierno le impide asumir que «gente extraña» esté en los puestos de mando institucionales. No es el miedo lo que ha cambiado de bando, sino la indignación.

Fueron muchos los analistas que examinaron detenidamente las propuestas que se recogen en el acuerdo, por lo que no hace falta que nos detengamos demasiado en ellas. Más bien al contrario, hoy más que nunca necesitamos recordar que normalmente los debates políticos no se resuelven desde criterios «técnicos», sino desde correlaciones de fuerza concretas. El acuerdo se cumplirá en tanto en cuanto empujemos al gobierno a su cumplimiento frente a la férrea resistencia de los poderes oligárquicos. No bastará, ni mucho menos, con poner el acuerdo encima de la mesa.

El alivio es un sentimiento básico que se activa cuando somos conscientes de que nos hemos librado de algo malo (o que podría ser peor). Puede tener un efecto movilizador a corto plazo (las risas frente a los nervios de los poderes mediáticos), pero a medio y largo plazo es a todas luces insuficiente. Es aquí donde entra el primer objetivo del gobierno: convertir el alivio en orgullo. Toda la acción de gobierno debe lanzar un mensaje transversal que diga algo parecido a lo siguiente: todas las luchas de estos años han valido la pena, han servido para algo, se han traducido en avances concretos. Un gobierno sin valentía y sin ambición no resistirá frente a una oposición montaraz y beligerante hasta límites insospechados. Pero paradójicamente, una oposición desproporcionada puede generar un efecto rebote si el gobierno se apoya en una agenda legislativa que afiance alianzas sociales amplias. No hay trucos que valgan: el gobierno será exitoso si es capaz de traducir el «sí se puede» en mejores condiciones de vida para las familias trabajadoras.

Pero si –como bien sabemos– no basta con tener el mejor programa («cada paso de movimiento real vale más que una docena de programas»), tampoco basta con una buena gestión de gobierno. Pongamos, en un símil absurdo por simplista, que España es una casa cerrada, polvorienta, con los cimientos en pésimas condiciones y un aire irrespirable. Para poder hacer las reformas necesarias, primero tenemos que abrir las puertas y las ventanas para desintoxicar el ambiente. Ese aire irrespirable –cargado de sentimientos negativos y valores reaccionarios– es el que insufla la extrema derecha y permite su crecimiento.

Para frenar a las derechas no basta con garantizar derechos. Desintoxicar el ambiente significa redoblar esfuerzos en la batalla cultural permanente, utilizar los recursos institucionales para la construcción de hegemonía que, aquí y ahora, pasa por una nueva idea de España y un nuevo proyecto de país. Por decirlo de alguna manera, desintoxicar el ambiente significa aumentar la distancia entre el «mundo real» y el discurso belicoso de la derecha, pues tampoco les será fácil mantener ese nivel de tensión de manera permanente. Si en determinados momentos de la historia ha habido demasiada distancia entre la izquierda y las clases populares a las que nos dirigíamos, no era porque nuestro discurso fuera «erróneo» (en términos «objetivos»), sino porque no habíamos construido los puentes y los fulcros culturales y sociales necesarios para reducir la distancia entre discurso y «mundo real».

Es aquí donde entra otro de los objetivos del gobierno: ayudar en la articulación de sociedad civil. Esta no es solo –¡ni principalmente!– la suma de espacios movilizados o proclives a la movilización, sino el conjunto de espacios en los cuales se reproduce ideología casi siempre de manera aparentemente «apolítica». Es por ello que necesitamos crear espacios de socialización en los que empecemos por algo tan sencillo como… estar juntos. Los clásicos nos advertían que a veces lo más importante de las manifestaciones no era lo que se pudiera conseguir en términos concretos, sino que sus participantes después de ellas eran «otros». Ahí es donde iba la Ley Mordaza. Espacios de encuentro ajenos a la lógica de la mercantilización. Si los neoliberales quieren acabar con los servicios públicos como la sanidad o la educación no es solo por el negocio, sino porque en un hospital o en un colegio público todos somos iguales, todos tenemos los mismos derechos y no caben privilegios. Juntos e iguales, esa es la clave. Construir los puentes y los fulcros culturales y sociales para reducir la distancia entre nuestro discurso y el «mundo real», como decíamos antes, significa articular sociedad civil y esto significa insertarnos en la cotidianidad de las clases populares.

Todo esto puede sonar rimbombante o ambicioso para una empresa modesta con incalculables limitaciones por todos conocidas. Sin embargo, contamos con innumerables experiencias municipales que con mayores limitaciones han traducido conceptos como «hegemonía», «sociedad civil» o «experiencia» en prácticas tan concretas y mundanas como revolucionarias. Venimos insistiendo en que, en el fondo, sigue siendo lo mismo: o entendemos la política como una lucha permanente por la hegemonía o la entendemos desde un punto de vista institucionalista.

El institucionalismo nos llevaría a una estrategia errática en absoluto novedosa dentro de la trayectoria de la izquierda que en última instancia se sustentaría en un análisis erróneo del Estado. Este estaría atravesado por una «doble naturaleza» contradictoria, por lo que en realidad habría un Estado «bueno» (el democrático) y otro Estado «malo» (el de los monopolios). Así pues, la lucha principal –y única– se daría en el interior de las instituciones del Estado para acabar con el malo y mantener el bueno. Frente a esta visión de nada sirve la izquierdista que entiende el Estado como un bloque monolítico y la lucha en su interior como secundaria o «socialdemocratizante», por lo que el objetivo sería la creación de un contra-Estado que acabaría sustituyendo al actual.

Este falso dilema es políticamente inerte e históricamente superado. Necesitamos avanzar en una estrategia superadora del «doble poder» pero que sea capaz de relacionar la lucha interna en el Estado a través de la ocupación estratégica de posiciones, de la agudización de contradicciones y de su propia transformación, con la articulación de sociedad civil arraigada en contrapoderes sociales con lógica propia. Este es el mejor mecanismo para contrarrestar las dinámicas de integración inherentes a las instituciones. Esta es la única manera de ser rupturistas en un tiempo en el que la ruptura democrática, de momento, no puede vencer.

Si nos quedáramos en la insatisfacción permanente gozaríamos de una pose estética impoluta, pero ante la amenaza reaccionaria mejor las manos manchadas que cortadas.

Fotografía de Dani Gago.

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