«La hipótesis de partida es la siguiente: no habrá en España una alternativa de izquierdas renovada que no sea federalista en lo cultural, confederal en lo organizativo y moralmente sensible a las diferencias de las distintas nacionalidades y regiones».
Francisco Fernández Buey, 1997
La intención de este artículo es muy sencilla: contribuir, en la medida de lo posible, al debate político en torno a las necesidades y oportunidades de lo que hemos decidido llamar Frente Amplio Constituyente. El segundo adjetivo –constituyente– nos sirve a modo de declaración preliminar de intenciones: la propuesta es ambiciosa tanto en la dimensión político-organizativa como en la dimensión política, cultural y social. Respecto a la primera, creemos que el Frente solo será exitoso si es capaz de profundizar y ampliar el espacio actual de las izquierdas transformadoras; respecto a la segunda, creemos que la tarea histórica del Frente es mantener viva la pulsión constituyente, evitando tanto la integración como el aislamiento.
Se ha escrito mucho sobre el Frente durante las últimas semanas, aunque en demasiadas ocasiones desde una perspectiva institucional-electoral. Siendo esta importante –importantísima–, en este artículo nos centraremos en las cuestiones políticas que permitirían más adelante un acuerdo amplio que en última instancia se tradujera en una candidatura ganadora encabezada por Yolanda Díaz. Por ello, solo nos adentraremos en cuestiones que podríamos denominar «internas» en dos de las diez propuestas. Creemos que empezar a debatir el por qué y el para qué es más útil que enredarnos desde el principio en el siempre más complejo cómo.
Hacer autocrítica y demostrar generosidad
Todos y cada uno de los actores políticos que conformamos el diverso espacio de la izquierda transformadora pudimos hacerlo mejor durante la última década. Sería absurdo reducir el transcurso de la historia a una concatenación de aciertos o errores, pues siempre hay factores estructurales –como los económicos– que, si bien no determinan la política, sí acotan el margen de maniobra de quienes aspiramos a superar el estado existente de cosas. Sin embargo, es evidente que pudimos tener más acierto, a la vista de que hoy estamos atravesados por una sensación de incertidumbre resultante de la ausencia de un horizonte compartido.
No se trata de repartir culpas y méritos, más bien al contrario: se trata de asumir, con humildad y autocrítica, que debemos ser generosos desde el principio, es decir, desde el diagnóstico. Especialmente generosas deben ser aquellas personas que con más ahínco bregaron en los últimos años también en los menesteres más desagradables e ingratos, pues es difícil construir desde el rencor y el resentimiento. Estamos más divididos porque nos sentimos derrotados que derrotados por estar divididos. Si la esperanza ha muerto, todo está permitido, empezando por los repliegues corporativistas o los atajos tacticistas. Por eso, nuestra primera tarea es no asumir la derrota, sacudirnos la desmoralización.
Lo que no queremos. Qué no es el Frente Amplio Constituyente
Quizá todo sería más sencillo si comenzáramos explicando qué es lo que no queremos, pues eso ayudaría a espantar fantasmas. Desde nuestro punto de vista, la importancia del Frente Amplio Constituyente reside en el marco estratégico en el que se sitúa: la tarea histórica de hacer de la izquierda transformadora un actor político determinante en nuestro país durante las siguientes décadas. Cometeríamos un tremendo error si creyéramos que esta necesidad se cubrirá sola, con la supuesta relajación de los tiempos políticos y un regreso a una «normalidad» que nunca volverá. Basta con realizar un sobrevuelo por los países del continente que más nos guste para darnos cuenta.
Por ello, el Frente no puede ser una nueva oportunidad para un último reajuste de cuentas, correlaciones de fuerza o cuotas de protagonismos. Tampoco podría ser un atajo cortoplacista que pretendiera solucionar la papeleta electoral, pues aunque parezca contradictorio, eso sería exigirle demasiado. Si el Frente hace suyos los retos ambiciosos que se nos presentan a las clases populares y a nuestro país, no puede ser, en ningún caso, una coartada para un nuevo episodio de politicismo.
Diversidad y unidad de acción
No puede ser nada de eso porque sencillamente sería un derroche inútil de energías y recursos. La militancia de izquierdas que cargó sobre sus hombros el boceto de un nuevo país tras el 15-M, hoy está cansada, fatigada tras tanta lucha, tanto ataque, tanta expectativa frustrada. Incluso la suma de toda la militancia todavía activa del conjunto de la izquierda sería insuficiente para acometer nuestras tareas. Necesitamos dirigirnos a las personas que durante los últimos años se quedaron en el camino del activismo silencioso, y para ello es imprescindible que empecemos asumiendo los retos que nos permitirán estar a la altura del momento histórico.
La izquierda es diversa y plural como lo son la clase trabajadora y los sectores populares. Las izquierdas no dejan de ser facciones del pueblo organizado, con sus respectivas expresiones políticas, insertadas dentro de un bloque mucho más amplio. Esa diversidad solo puede ser recogida dentro de un Frente que vea en ella un reflejo de fortaleza, no el germen de la diáspora. La dispersión es un doble regalo para los reaccionarios por razones evidentes, porque se lo ponemos más fácil y porque reforzamos indirectamente el primer argumento de su retórica frente a la posibilidad de avance social: la futilidad; no se puede, no hay nada que hacer, la política es inútil. No podemos hacer de la debilidad, es decir, de la amenaza reaccionaria, un discurso político central, pero sí debemos ser conscientes de ella en todo momento.
Del bloque institucional al bloque histórico
Cuando hace años hablamos de bloque histórico, recuperando el arsenal teórico gramsciano, tratamos de entender los profundos cambios políticos que se estaban produciendo en nuestro país desde un enfoque ambicioso. Si la política es una lucha permanente por la hegemonía –y no el mero arte de acumular apoyo electoral– y el Estado un campo de batalla en el que se condensa una correlación histórica de fuerzas y tendencias –y no un instrumento o un conjunto de instrumentos que «se toman»–, las herramientas políticas deben ser humildes: ninguna de ellas puede ser «la fuerza» del cambio, al menos desde que Manuel Sacristán afirmara que ningún partido podía ser ya «el partido» de la clase obrera. El Frente Amplio debe ser un espacio de encuentro de las distintas expresiones sociales, políticas y culturales que conforman el bloque constituyente. Esta concepción política, aparentemente naíf, puede ser fundamental a la hora de configurar los espacios políticos y sus relaciones, tanto hacia dentro como hacia fuera.
Partiendo de este reconocimiento, podemos llegar a la conclusión de que esa diversidad debe ser organizada democráticamente al menos en torno a tres cuestiones: la propuesta político-programática, los mecanismos de participación democrática y, en última instancia, la expresión institucional-electoral. Es por ello que el Frente debe posibilitar un espacio de socialización en el que las organizaciones políticas y la ciudadanía sin adscripción partidaria cuenten con instrumentos, mecanismos y reglas para debatir y tomar decisiones colectivamente. El espacio político de Unidas Podemos y las organizaciones que lo conformamos somos insuficientes para construir un proyecto de país ganador, pero imprescindibles para garantizar la solidez política, organizativa y social de cualquier proyecto con vocación constituyente. El Frente amplio será el resultado de un proceso dialéctico en el que todavía no hay nada escrito, pero buena parte de su éxito dependerá de su acierto a la hora de resolver esa tensión entre el fortalecimiento político-organizativo interno y el ensanchamiento externo sin el menoscabo de ninguna de las dos necesidades.
La pugna por la hegemonía cultural
La izquierda –en un sentido amplio y generoso del término– gobierna en nuestro país, pero son las derechas las que tienen mayor capacidad de iniciativa cultural y social. Gobernamos, pero sufrimos serias dificultades a la hora de dirigir la lucha cultural. No basta con definir la agenda mediática, a través, por ejemplo, de la puesta en marcha de medidas legislativas concretas, si los adversarios consiguen reenmarcar cada debate hacia sus posiciones. Sabemos que el escenario político es el resultado –aunque nunca mecánico– de luchas culturales y sociales precedentes. El sentido común, complejo, fragmentario y contradictorio, siempre está en una permanente disputa. Redirigirlo en una dirección democrática y progresista es una tarea ineludible incluso si pensáramos exclusivamente en términos electorales.
Somos conscientes de las limitaciones a la hora de dotarnos de instrumentos para el refuerzo de la batalla cultural. De poco sirven los lamentos: necesitamos optimizar los recursos y las oportunidades existentes, al mismo tiempo que creamos nuevas herramientas y espacios propios. Sería un error confiar en que un catálogo de indicadores económicos positivos o un buen abanico de medidas legislativas conllevarían automáticamente el reconocimiento ciudadano a nuestra participación en el Gobierno a través del apoyo electoral. Este será el resultado de la evaluación de nuestro papel gubernamental, sí, pero sobre todo será el resultado de nuestra capacidad para ofrecer un impulso moral que haga inteligible y deseable un nuevo horizonte de país.
Ensanchar nuestro proyecto de país
Yolanda Díaz se comprometió en la Fiesta del PCE ante un auditorio entregado a «levantar un proyecto de país», una tarea que va más allá de la construcción de una alternativa electoral o la mera suma de las izquierdas realmente existentes. Precisando un poco, solo podremos hablar de bloque histórico cuando la alianza social y política se dote de una cultura propia y autónoma que se traduzca, en última instancia, en un nuevo horizonte de país: en una nueva idea de España y en un nuevo proyecto de Estado. Si podemos definir el sentido común, de manera muy genérica, como una visión del mundo, en un país con las particularidades nacionales del nuestro, la contraposición de distintos proyectos de país juega un papel central dentro de la batalla cultural. Un bloque político y social se convierte en bloque histórico cuando se hace país.
El espacio de Unidas Podemos no se puede entender sin su sensibilidad plurinacional. La plurinacionalidad es la «cuestión nacional» más determinante de la política española y en la izquierda transformadora somos conscientes de ello, como se puede apreciar en nuestras propuestas, discursos o liderazgos. Sin embargo, no es la única. Es cuestión de tiempo que la España abandonada –en realidad deberíamos hablar, en plural, de Españas abandonadas– tenga su propia agenda política. La distancia entre la España que avanza y la España que se queda atrás o teme quedarse atrás es cada vez mayor. Es una dinámica global que ayuda a explicar la geografía del descontento y la indignación. Sin embargo, entre la España plurinacional y la España rural, del interior, abandonada, hay un nexo en común: la necesidad de descentralización en forma de redistribución y reconocimiento. Para levantar un proyecto de país necesitamos incardinar a esta última, elevando las múltiples reivindicaciones «regionalistas» al plano federal, pues solo así evitaremos el corporativismo disgregador incompatible con cualquier proyecto emancipador. Nuestro proyecto de país debe ser integral y, por tanto, amplio en términos sociales, políticos, culturales y también territoriales.
Demostrar solvencia, generar certidumbres
Lo más importante de un espacio político en un escenario multipartidista y volátil es su posicionamiento: qué es, cuál es su papel y para qué sirve. La exitosa moción de censura contra Rajoy alteró el escenario político español para mucho tiempo. La polarización entre bloques ideológicos relega a la izquierda transformadora a una posición secundaria respecto al PSOE y esto obliga a un esfuerzo permanente por reforzar nuestra autonomía, que va más allá de la política de alianzas –programa, discurso, perfil–. En el momento en el que la izquierda transformadora define su razón de ser respecto al PSOE, sea en un momento de subida, con el sorpasso, o de bajada, con la subalternidad, está perdida. Necesitamos reforzar nuestro antagonismo con el PP, pues no basta con el que se genera de manera predeterminada por el posicionamiento –la izquierda inclemente– o la identidad –los rojos–. El Frente Amplio Constituyente debe erigirse como el espacio político más útil y práctico para luchar contra la derecha, elevándose por encima de luchas fratricidas dentro del bloque de la izquierda, pues un enredo en estas, hoy, nos llevaría al desastre. Autonomía plena como espacio político y antagonismo a todos los niveles con la derecha nos pueden ayudar a ampliar un espacio reducido por la dinámica de bloques.
La crisis política sigue abierta en nuestro país, pero el momentum, que siempre se concreta en un tono, es diferente. Tras tantos años convulsos, la clase trabajadora y los sectores populares reclaman más que nunca una izquierda seria, que no tiene nada que ver con una izquierda conservadora, triste o pusilánime. Una izquierda seria es una izquierda ideológicamente firme, una izquierda que conoce la realidad cotidiana de nuestro pueblo y una izquierda solvente, capaz de transformar el apoyo popular en avances sociales. Nadie representa mejor en este momento ese tono, esa seriedad, que Yolanda Díaz, de ahí su alta valoración y el éxito de la ofrenda de datos con la que obsequia al inefable García Egea en sus careos. El momento exige un proyecto también capaz de desplegar un discurso en positivo que ofrezca certidumbres y genere confianza, pues no basta con señalar los males que nos acechan tras la amenaza reaccionaria. Este proyecto es el del Frente Amplio Constituyente.
Un pie dentro, un pie fuera de la institucionalidad
Si repasamos la mayoría de los debates de los últimos años, podríamos pensar que el problema de la izquierda transformadora es un problema de representación distorsionada. Sin embargo, nuestras debilidades obedecen a un problema más profundo que no se puede resolver mediante un giro discursivo «obrerista» que en el fondo es una vulgarización paternalista de una clase trabajadora a la que le sobraría la diversidad, el feminismo, el ecologismo. No es que no sepamos –o queramos, como si se tratara de una cuestión psicológica– representar adecuadamente a un tipo de ideal de clase social, sino que tenemos serias limitaciones para insertarnos en la cotidianidad de los sectores populares, conformando experiencias colectivas. Podríamos hablar de múltiples factores, como el desarrollo productivo del capitalismo o la atomización neoliberal, pero lo cierto es que nuestra acción política suele quedar restringida a los ámbitos institucional y mediático. No se trata de representar mejor al pueblo, sino de «ser» pueblo.
Necesitamos extender nuestra acción política al conjunto de la sociedad civil, esto es, al conjunto de espacios de socialización en los que se reproduce ideología casi siempre de manera aparentemente neutral y apolítica. Necesitamos echar raíces en los pueblos y en los barrios. Sin esa presencialidad no es posible luchar contra adversarios con el suficiente poder como para machacar a cualquiera de nuestros líderes con campañas de acoso y derribo. No es lo mismo ir a votar pensando en el último montaje mediático contra cualquier referente de nuestro espacio que ir a votar pensando en que quien nos ayudó a reclamar las cláusulas suelo resulta que es de Izquierda Unida, de Podemos o de ninguna fuerza política pero nos dijo que por primera vez sería apoderado para contar los votos de Yolanda Díaz. Esa memoriabilidad solo se gana en la calle, en el trabajo codo a codo, en el contacto social. Por ello necesitamos un pie dentro de la institucionalidad pero otro fuera. Con los dos pies dentro moriríamos por integración, con los dos fuera por aislamiento.
Vamos a recuperar la iniciativa.
[Artículo publicado en la revista digital laU el 14 de octubre de 2021.]