Llevamos ya dos semanas leyendo numerosos artículos sobre el ciclo político-electoral que culminó domingo 26 con las elecciones municipales, autonómicas y europeas. Lamentablemente, muchos de ellos no son sino una racionalización de análisis, posiciones y propuestas predeterminadas de antemano. Y, sin embargo, todos tienen una parte de razón incluso cuando defienden planteamientos contrarios: un escenario endiabladamente complejo presenta un sinfín de factores, particularidades y aristas que permiten a cada uno poner el foco en aquellas que mejor validan determinados argumentos. De lo que se trataría, pues, sería de reconocer ese sinfín de factores, particularidades y aristas sin renunciar a una mirada más amplia en clave estratégica.
A nadie se le escapa que hay una disputa de fondo por el relato que en última instancia acabe legitimando un planteamiento estratégico que gira en torno a la cuestión de la unidad entre las fuerzas de izquierdas. Números, cifras y porcentajes están siendo arrojados en el debate como si estos fueran la confirmación definitiva. Después de tantos años de críticas –justas y merecidas– al electoralismo que impregnaba la izquierda hoy casi todo vuelve a girar en torno a lo electoral. No se trata de inhibirse de una realidad institucional-electoral adversa, ni mucho menos de restarle un ápice de su incuestionable importancia. Se trata, simplemente, de situar dicha realidad dentro de un marco estratégico más amplio y más profundo, ya que si lo obviamos nos veremos abocados al tacticismo electoralista.
Hoy puede sonar irónico, pero no está de más recordar que nuestro objetivo estratégico no es ganar las elecciones ni aumentar gradualmente nuestras cuotas institucionales. Nuestro objetivo estratégico es más ambicioso: construir un bloque histórico de cambio. Esto implicaría, al menos, cuatro condiciones: 1) Una amplia alianza social entre la clase trabajadora y los sectores populares golpeados por la crisis, la precariedad y la desigualdad. 2) Una expresión política plural pero unitaria de dicha alianza social. 3) El desarrollo de una nueva cultura en sentido amplio. 4) Una nueva institucionalidad acorde a una nueva correlación de fuerzas.
Si tiene sentido traer esta reflexión en un contexto de retroceso como el actual es porque la única defensa –que yo recuerde– nítidamente política que Íñigo Errejón hizo de la «competición virtuosa» fue precisamente en clave de «bloque». Con la experiencia de las derechas en Andalucía aún boyante sonaba bien esa música: un mismo bloque político-social puede tener distintas expresiones electorales que defiendan los mismos intereses más allá del fragor de la lucha institucional, siendo esta además una oportunidad para ampliar el espacio del bloque.
Sin embargo, la lucha centrífuga de las derechas pronto empezó a demostrar que no hay competición política virtuosa, entre otras cosas porque la teoría debe pasar una gymkana de pruebas prácticas de diversa índole como son las circunscripciones electorales o el aumento inevitable de las hostilidades. En cualquier caso, la teoría de la competición virtuosa ha quedado reducida a día de hoy a una confrontación numérica, a un reproche de votos. Y más allá del grado de tortura que puedan soportar los números, me parece un ejemplo de que políticamente no tiene demasiado que aportar. La política reducida a números, discutibles por otra parte. A votos. Después de tantos años de críticas –justas y merecidas– al electoralismo que impregnaba la izquierda volvemos a la casilla de salida pero entre más deserciones, hostilidades y divisiones.
Una lectura bajo mi punto de vista más acertada del concepto de bloque histórico (que lleva implícita la aspiración rupturista) no nos permite mirar con admiración ni mucho menos copiar a las derechas. Aspiramos a otra cosa y tenemos armas muy distintas. Nuestra condición de debilidad nos obliga a unir fuerzas, recursos y votos: ni las fuerzas ni los recursos ni los votos los podemos suplir con bancos, grandes empresas o medios de comunicación. No estamos en condiciones de elegir los métodos de lucha con los que nos sentiríamos más cómodos. Porque además la teoría tiene que pasar por la prueba del algodón de la praxis: la competición de las izquierdas ahonda las debilidades, los enfrentamientos y nos aleja de cualquier posibilidad de cooperación. Es una consecuencia inherente de un sistema político-institucional hecho, entre otras cosas, para destruir sinergias.
La confluencia electoral se ha demostrado insuficiente, pero la respuesta no puede ser el repliegue corporativo, la competición descarnada hasta que solo quede uno en pie o el sálvese quien pueda. Probemos a crear espacios de cooperación, encuentro y debate y quizá veamos cómo el trabajo conjunto va limando asperezas y creando las bases por debajo de la unidad popular. Nuestras derrotas demuestran que somos pocos todavía: mejor juntos y organizados en torno a un programa que disputando relatos en espacios marginales.