Gramsci desarrolla el concepto marxista de ideología para ampliarla a un conjunto de valores, a una visión del mundo, dialéctica, contradictoria y compleja. Es en la sociedad civil donde nos impregnamos de ella a través de un permanente proceso de socialización, en el trabajo, en la escuela, en el cine, en el bar. Por mucho que nos consuele pensarlo, no somos «librepensadores» independientes y ajenos a lo que nos rodea, incluido lo que no vemos. Como escribió Terry Eagleton, «la ideología es como el mal aliento: lo notamos solo en los demás».
Se nos ha repetido hasta la saciedad, aun reconociendo sus fallos, que vivimos en el mejor de los sistemas posibles. Se nos ha sometido a la peor de las censuras, esto es, a la ocultación de otras alternativas cuando no se han demonizado. Hemos comprado el relato que otorga legitimidad a un sistema que no funciona. El relato del ascenso social según el cual la mejora de nuestras condiciones de vida depende única y exclusivamente de nosotros. Nuestra posición social es un reflejo de nuestro talento y de nuestro trabajo. Si realmente valemos y nos lo curramos, triunfaremos. Lo tenemos en nuestra mano. Es cosa nuestra. Pero esto significa que si fracasamos, también es nuestra culpa. Somos unos perdedores. Unos inadaptados. Así, hemos interiorizado un discurso profundamente ideológico y funcional a quienes mandan, asumiendo acríticamente una realidad material que nos ha sido impuesta. Al asumirla individualmente negamos nuestra capacidad para cambiarla –colectivamente– al tiempo que blanqueamos un sistema tan injusto como ineficaz y lo convertimos en un sistema de igualdad de oportunidades en el que el éxito está al alcance de cualquiera.
Pocas películas reflejan de manera tan fidedigna este «sueño americano» como la famosa En busca de la felicidad (2006) de Gabriele Muccino. En ella descendemos hasta los infiernos del sistema. Vemos cómo en un mundo en el que se han mercantilizado todos los espacios, las condiciones económicas y materiales influyen hasta en nuestras relaciones. A algo parecido se refería Javier Egea cuando afirmaba que el amor era imposible en un sistema imposible. La libertad es un ensueño si no están cubiertas todas las necesidades económicas y materiales que posibiliten nuestro total desarrollo como personas. Ahí reside una de las paradojas del capitalismo: la escasez de recursos económicos y materiales no va acompañada de una visión de vida más austera en sentido berlingueriano, al contrario: el tiempo de ocio se ha convertido en tiempo de negocio tal y como la jornada laboral, ya que no existe un ocio que escape a la lógica de la mercantilización, esto es, al consumo. Los multimillonarios insatisfechos con gustos extravagantes a lo American Psycho(Mary Harron, 2000) son el resultado de ese consumismo sin fin.
Una vez bien adentro del infierno, vemos la realidad que colapsa los comedores sociales, a los que se ven abocados no solo vagabundos o lúmpenes, también «trabajadores pobres», es decir, gente con trabajo pero que aun así no llega a fin de mes. Hasta aquí podría tratarse de una película progresista, en el sentido de que muestra una realidad que se tiende a obviar, pero este descenso a los infiernos no se hace sino para darle más fuerza a la idea central del film: a pesar de tocar fondo, si te lo curras y crees en tus sueños, triunfarás. Al descender tan abajo, lo que hace es ampliar las posibilidades de ascenso. El final de la película es tan descarado que en el fondo se podría considerar como una autocrítica: has logrado salir de la miseria, bien, y has encontrado un trabajo de bróker que genera más miseria, vale, ¿pero qué pasa con esos cientos, miles, millones de personas que hasta hace dos días eran compañeros de comedor social? Una vez visto el infierno, ¿se puede ser feliz comprándote un coche por el que babearán infelices con una vida insatisfecha? La parábola de la película es obvia: no te quejes, no te organices, estudia debajo del puente, si de verdad te lo curras triunfarás, aunque en realidad sea gracias al azar, a un capricho del jefe, a que dejes un reguero de cadáveres por el camino o a una mezcla de todos esos factores.
Desde hace unos años el mercado laboral tiene una nueva estrella: el emprendedor. Partiendo del relato del «sueño americano», el emprendedor incorpora unos matices de cursilería basados en el «coaching» y en el pensamiento positivo. Toda una realidad socioeconómica impuesta se reduciría a ver el vaso medio lleno en lugar de verlo medio vacío. Es una cuestión de actitud. Las redes sociales se han llenado de lemas sobre la superación que podrían estar sacados de libros de autoayuda para adolescentes con problemas, los cuales copan todas las librerías y se cuelan en la sección de los más vendidos. En un contexto de desesperación absoluta, te prometen al menos unos minutos de esperanza mientras te explican cómo ser feliz o millonario. Como la droga, produce un efecto narcotizante: por un momento puedes «alienarte» y escapar de la realidad hacia un mundo mucho menos cruel. ¡Y es legal!
La estafa de la autoayuda planea desde un principio sobre el mito del emprendedor: buscar soluciones individuales a problemas colectivos. Donde personas «tóxicas» ven emigración forzada, tú debes ver movilidad exterior y una oportunidad para desenvolverte con más soltura en el extranjero. De lo que se trata es que, una vez asumido que el empleo estable no volverá, nos preparemos para ser autoexplotados y asumamos con normalidad unas condiciones de semiesclavitud. En palabras de Foucault, el individuo se convierte en «un empresario de sí mismo». Ya no se trata de hacer un trabajo mecánico como apretar tuercas, ahora hay que pensar e innovar, de ahí la importancia de la motivación. Es la falacia del autónomo que, aun trabajando doce horas al día –la mayoría del tiempo para un banco–, se cree empresario y se posiciona de parte de los de arriba. La mayoría de grandes empresas externalizan o subcontratan determinados servicios a autónomos, ya que así les salen más rentables al encontrarse éstos desprotegidos: ya no contratan a un trabajador, contratan un servicio; no contratan a un trabajador, contratan a un colaborador. Es una supuesta relación entre iguales. ¡Vamos todos en el mismo barco!
En el fondo: la «democratización» de la figura del empresario y la ilusión de que todos podemos llegar a serlo. Se trata de una sofisticación edulcorada del relato del ascenso social: ¡puedes llegar a ser tu propio jefe! Pero antes, para llegar a esa conclusión hay que desdibujar la realidad y los límites de lo legítimo y lo ilegítimo, convirtiendo lo inaceptable en un desafío a superar para alcanzar el éxito que, insistimos, depende de nuestro talento natural y de nuestro trabajo. George Clooney sintetiza en Up in the air (Jason Reitman, 2009) de manera cínica ese desafío que representa un despido: «Todo el que ha construido un imperio ha pasado por esto». Cada trabajador despedido no solo no debería protestar sino que debería estar agradecido por el «baño de realidad». De nuestra disposición para entender y asumir esto depende nuestra «empleabilidad», que resumidamente sería nuestra capacidad para tragar con lo que nos echen: decir sí a todo y obedecer sin rechistar. Una actitud que habría convertido a Espartaco en una persona tóxica. La tercera temporada de Black Mirror (Charlie Brooker, 2016) irrumpió con un capítulo, Caída en picado, que no dejó indiferente a nadie. En un mundo dominado por la apariencia, el acceso a los servicios sociales depende de la reputación social, que es el resultado de la competencia diaria por ver quién sonríe más.
Sin embargo, siempre que haya un desajuste entre esencia y apariencia, hay que recurrir a la economía como nivel esencial. El discurso del ascenso social, con la nueva figura del emprendedor como estrella, no es más que una «ideología de la felicidad», esto es, una «falsa conciencia», que no se corresponde con la realidad económica y material. Las posibilidades de cursar estudios superiores varían según las condiciones económicas de cada hogar. También las posibilidades de ascender socialmente. Incluso nuestra esperanza de vida. En un mercado laboral hecho añicos en el que la vía más usada para encontrar trabajo es «el enchufe» a través de familiares o amigos, las capacidades individuales no son tan decisivas como nos quieren hacer creer. En el caso de que estuviéramos ante uno de los «privilegiados» que logra triunfar gracias a un ingenio o a una capacidad extraordinaria, habría que advertirle de que el éxito no sería exclusivamente de él. ¿O acaso podría triunfar del mismo modo en todos los países del mundo? No, solo en aquellos en los que se den unas condiciones propicias que lo permitan. Esas condiciones son generadas por el trabajo –y los impuestos– de los demás. No solo los servicios sociales más básicos como las escuelas o los hospitales están pagados con el dinero de todos –especialmente de las mayorías sociales–, también las carreteras por las que se mueven quienes quieren liquidar el Estado de bienestar.
El capitalismo posfordista aparte de introducir cambios en la vida económica de la clase trabajadora como vimos anteriormente, modificó su sentido común hacia uno más competitivo e individualista. No solo se culpabiliza al pobre de su pobreza. Quien no encuentra trabajo es un flojo, el que lo encuentra un pelota, el que cobra poco un pringado que tira los salarios a la baja y el que cobra bien un privilegiado. Es la guerra del penúltimo contra el último, una constante lucha entre los de abajo que divierte y facilita el trabajo a los de arriba.