Artículo publicado en El Independiente de Granada el 6 de marzo de 2019.
Normalmente se identifica a la división como una de principales causas de las derrotas de la izquierda en particular y de la gente humilde en general. Lo cierto es que parece lógico pensar que cuando te enfrentas a un enemigo ostensiblemente más poderoso la unidad es imprescindible. Es una de las grandes lecciones que podemos extraer de los pasajes históricos que tanto nos conmueven y que reivindicamos con orgullo en una infinidad de referencias. Sin embargo, pocas veces se identifica a la división como consecuencia de la derrota, ya sea real o aparente, siempre relativa. En efecto, las divisiones aparecen en tiempos de crisis en los que unas determinadas expectativas se ven mermadas. Esto también tiene cierta lógica, pues el análisis y el diagnóstico del momento de crisis es fundamental a la hora de trazar una estrategia u otra.
He escuchado varios argumentos de quienes votarán no en el referéndum sobre el acuerdo entre IU y Podemos. Hay quienes señalan de manera acertada limitaciones y errores, pero creo que todos los argumentos en contra parten de un mismo error de análisis sobre la crisis de la izquierda. Porque no sufrimos una crisis de Podemos, sino del espacio conjunto de la izquierda. Si realmente fuera –sólo– una crisis de Podemos la solución sería tan fácil como nos lo plantean: si no solucionan sus problemas nos alejamos, soltamos lastre y empezamos a construir recogiendo, además, el descontento generado por la formación morada. Si así fuera, podría decirse que sólo podríamos crecer.
Sin embargo, creo que este análisis obvia varias cuestiones. Por una parte, no atiende la complejidad de un escenario político-electoral marcado por la polarización y la alta competitividad, con 35 circunscripciones electorales que directamente excluyen del reparto a la quinta fuerza y dejan a la cuarta bailando. La España del bipartidismo imperfecto no volverá y es importante que lo asumamos sin idealizar un pasado que nunca existió. Tampoco atiende la debilidad organizativa de una fuerza política que siempre ha estado frente al poder en una batalla dolorosamente desigual. Esto ha ido generando una incalculable cultura de resistencia y dignidad, pero también nos ha debilitado en muchos ámbitos, entre ellos el financiero. Por último, no atiende en toda su magnitud a un momento político caracterizado por una nueva fase en la crisis de régimen.
Es esta última cuestión la más interesante desde un punto de vista estrictamente político, por lo que únicamente me detendré en ella. Empezamos a hablar de crisis de régimen cuando nos dimos cuenta de que estábamos ante algo más profundo que una mera crisis de legitimidad de las élites y de unas instituciones secuestradas. Se entrelazaban principalmente cuatro rupturas: la económica-social (la crisis expulsó a múltiples sectores sociales), la política (generada por el deterioro del bipartidismo y las viejas formas de representación), la cultural (mucha gente dejó de creer en lo que antes creía) y la institucional/estatal (la costura territorial acabaría saltando).
Así pues, entender la crisis de Podemos como el factor determinante de todo lo demás es un error que sobrevalora la autonomía de lo político e infravalora el contexto. Hay un espacio intermedio entre el determinismo y el voluntarismo. En ese espacio se puede reconocer al contexto no como una ley de hierro, sino como el establecimiento de límites y presiones que acotan nuestro margen de maniobra política. Ese contexto es la actual fase de la crisis de régimen y ese es, si lo hubiere, el factor determinante sin el cual no se puede entender la crisis de la izquierda.
De las tres posibles salidas estratégicas a la crisis es la nuestra, la rupturista-democrática, la que hoy está en una posición marginal. Pero hace no mucho la propuesta reaccionaria estaba lejos, como entendió Pablo Casado mirando más allá de lo electoral, y hoy está disputando todo un proyecto de país para cerrarle el paso a un intento “reformista” en torno a una alianza entre el PSOE y Ciudadanos. Lo que nos permite la unidad, más allá de cuotas institucionales, es consolidar posiciones para evitar cualquier cierre de la crisis por arriba y rearmarnos, porque vendrán nuevas posibilidades. A veces, afrontamos un terrible dilema por una contradicción entre los intereses de nuestra organización, de nuestro espacio conjunto y de nuestro pueblo. No es este el caso: el acuerdo es lo mejor para IU, para la izquierda y para nuestro pueblo.
Cuando el enemigo nos obliga a retroceder hacia nuestras trincheras no tiene sentido pelearnos con el de al lado por ver quién ha sufrido más o menos daños por la metralla. Lo que toca es mantener posiciones, rearmarse y contraatacar.