Artículo escrito conjuntamente con Sira Rego para la revista digital La U, publicado el 4 de abril de 2019.
La espectacularización de la política hace cada vez más difícil la reflexión serena, el análisis complejo y la perspectiva histórica. Así, los acontecimientos políticos parecen frutos del azar y son por tanto imprevisibles. No hay causas ni consecuencias sino, sencillamente, cosas que pasan. Nada más lejos de la realidad, por eso seguimos reivindicando una mirada que llegue a la raíz de las cosas.
Con todo lo relacionado con la Unión Europea el fenómeno del olvido interesado alcanza sus cotas más surrealistas. Podría parecer que la división en dos Europas en detrimento del sur, la desconfianza total en su arquitectura institucional antidemocrática o el surgimiento de la extrema derecha en sus entrañas son fenómenos similares a los meteorológicos. Esto es lo que nos quieren vender quienes aun siendo los principales responsables del fracaso de la Unión Europea se erigen como salvadores y desprecian cualquier alternativa. Una tomadura de pelo.
Antecedentes: pongámonos en situación
Desde IU denunciamos en la década de los noventa los fallos estructurales que más tarde o más temprano acabarían condenando a la Unión Europea al fracaso. Vistos con perspectiva histórica, los debates sobre el Tratado de Maastricht son muy interesantes. Sin lamentarnos demasiado del “mal de Casandra”, cabe rescatar estas advertencias de Julio Anguita en 1996:
“Estamos ante un proceso dirigido a favorecer, exclusivamente los intereses del capital. A la imposición de un modelo económico de carácter regresivo: el neoliberalismo que intenta conseguir acabar con todas las conquistas sociales y volver a mediados del siglo XIX. (…) La moneda única, según Maastricht es el fin de la autonomía política para decidir sobre las condiciones de vida de la ciudadanía. (…) La moneda única, según Maastricht, es poner como primer objetivo los ajustes contables macroeconómicos y relegar a un segundo lugar derechos sociales recogidos en nuestra Constitución y en la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Maastricht es la pensión que disminuye; el recorte en gasto sanitario; la congelación salarial de los funcionarios.”
Es oportuno destacar el diagnóstico que IU realizó del proceso de construcción e integración europea no sólo por su justeza, sino por el desprecio con el que socialdemócratas, liberales y conservadores lo recibieron. Todos ellos son los principales responsables de la deriva antidemocrática de la UE y del surgimiento de formaciones de extrema derecha que amenazan las democracias nacionales. Debajo de toda aquella pomposidad tan frágil como artificial estaba el huevo de la serpiente.
Ya están aquí
Durante los últimos años y especialmente a partir de la victoria de Donald Trump se ha escrito largo y tendido sobre las razones que están permitiendo la victoria de personajes como el italiano Salvini o el húngaro Orbán. Debemos huir de respuestas simplistas, ya que el despegue de la extrema derecha sólo se explica desde múltiples y diversos factores, siempre aderezados –además– por particularidades nacionales. No obstante, hay un marco general dentro del cual se sitúan todas estas experiencias: la crisis de la globalización.
Tras la II Guerra Mundial la clase trabajadora y las izquierdas conquistaron un pacto social que garantizaba algunos de los derechos democráticos más básicos a través de la intervención estatal y de un mínimo embride del capitalismo. Sin embargo, esos «años dorados» acabaron en la década de los setenta con la crisis del petróleo y las políticas de desregulación ensayadas en el Chile de Pinochet y apuntaladas más tarde por Ronald Reagan, Margaret Thatcher y acólitos. La consolidación de la Unión Europea en los noventa fue un síntoma –entre otras cosas– del triunfo de la globalización, que fue al mismo tiempo la derrota de sus alternativas y la imposición de las políticas de desregulación y mercantilización de las relaciones sociales a nivel internacional.
Con el estallido económico en 2007 la globalización entró en crisis y sus consecuencias empezaron a vislumbrarse cada vez con más claridad: deslocalización de empresas y deterioro del tejido productivo, agravamiento de la brecha no sólo entre territorios sino también a nivel social y pérdida de soberanía son algunas de ellas. La globalización empieza a ser vista como un problema y en el reguero que deja tras de sí se distinguen ganadores y perdedores. De este agujero estructural surgen las crisis que están carcomiendo los sistemas liberales-representativos y mandando al vertedero de la historia a partidos históricos. La crisis puede tener una salida en clave democrática y popular o en clave autoritaria y oligárquica. La ciudadanía responde reclamando protección y la extrema derecha enarbola las banderas del orden, la seguridad y la soberanía.
Recuperar la soberanía, pero qué soberanía
La ciudadanía es cada vez más consciente de que nuestros gobernantes no pintan demasiado en la función teatral en la que se ha convertido la política oficial en buena medida. Cunde la sensación de que al final las decisiones más importantes se toman en instituciones antidemocráticas, alejadas y ajenas a nuestro país. Apenas tenemos capacidad para decidir sobre nuestras vidas, nuestra convivencia y nuestro futuro. En este contexto tiene sentido que el concepto de soberanía ocupe de nuevo tantos debates.
Sin embargo, desde la izquierda debemos situar la soberanía dentro de un marco distinto del utilizado por las derechas. Estas apuestan por un repliegue nacional básicamente frente a la inmigración. Algunas van más allá y utilizan una retórica más «revolucionaria» frente a las élites globalizadoras, pero sabemos que el objetivo de la extrema derecha es el de dirigir la desafección hacia una «revolución pasiva» manejada desde arriba para proteger los intereses de unas élites y amordazar a los de abajo. Como mucho, un recambio de élites. Esa ha sido siempre su tarea histórica más allá del conflicto de intereses cruzados en un contexto geopolítico determinado. Denunciar su papel como perros de presa del capital es siempre necesario.
Para las derechas la soberanía reside en un territorio, en unas fronteras e, incluso, en un DNI. Asumir este marco «nacional» de la soberanía es un error porque en él no hay solución posible que no acabe enfrentando al pueblo. Y es que para nosotros la soberanía reside precisamente en el pueblo: en la clase trabajadora y los sectores populares, en la mayoría social que saca adelante nuestro país a diario. En el pueblo. En realidad, las élites también hacen un análisis «de clase» similar, pues entienden que su verdadero poder reside primero en sus alianzas sociales y luego en las expresiones histórico-institucionales de dichas alianzas. Las necesarias críticas a la Unión Europea no pueden obviar esto.
Es cierto que la política se practica en contextos geopolíticos reales y concretos, nunca abstractos. De ahí la imperiosa necesidad de dotarnos de un proyecto de país nítido e inteligible que en última instancia pasa por un proyecto de Estado. No obstante, no podemos caer en una visión reduccionista del Estado como la mera suma de los aparatos institucionales, administrativos y coercitivos. La difusa sociedad civil –en sentido amplio– también es Estado, por lo que éste es más una relación que «una cosa» que se «coge». Partiendo de esta lectura cualquier atajo parecido al planteado por la extrema derecha carece de sentido, ya que nosotros entendemos la soberanía desde una óptica democrática y popular.
Ni el proyecto fracasado ni su salida reaccionaria
En este contexto urge la consolidación de un espacio de izquierdas a nivel europeo. Esta consolidación dependerá en buena medida de nuestra capacidad parar mostrarnos como alternativa entre el proyecto fracasado de socialdemócratas, liberales y conservadores y la salida reaccionaria propuesta por la extrema derecha. Las dos opciones son sinónimo de retroceso en términos democráticos, pues en el fondo son causa y consecuencia de una crisis que ha sumido a las mayorías sociales en la incertidumbre permanente. No se trata de situarnos en una imposible equidistancia, sino de señalar con firmeza a quienes nos están robando el futuro, que desde luego no son quienes huyendo de la pobreza y las guerras arriesgan sus vidas por proteger la de sus familiares.
Hay una batalla de fondo por la desafección política. La indignación está convirtiéndose en crispación y esta no se dirige hacia arriba, sino hacia abajo. Cuando esto ocurre, del «que se vayan todos» surgen líderes a los que, como a Salvini, les queda bien la casaca militar. Ante esto, necesitamos recuperar nuestra capacidad impugnatoria pues si quedamos atrapados en gestiones institucionales la extrema derecha se erigirá como la única alternativa al establishment, a la política realmente existente. El espacio europeo es una oportunidad para recuperar y dirigir el antagonismo abajo-arriba porque incluso la contradicción territorial norte-sur ayuda a ello.
Lo que está por venir
Sin intención de hacer un ejercicio adivinatorio, entendemos que es oportuno hacer alguna consideración de escenarios posibles que van a condicionar seriamente esta arquitectura europea hasta el punto de alcanzar una tensión imposible. La evolución del Brexit, la posibilidad de que la extrema derecha se constituya en segunda o tercera fuerza parlamentaria europea, el desarrollo de la guerra comercial entre EEUU y China (y el papel de la UE al respecto) y, por último, un elemento de carácter estratégico que normalmente no opera en los análisis de los marcos políticos: las consecuencias del cambio climático y la crisis ecosocial. Entendiendo que sus efectos, además de la destrucción de ecosistemas o el calentamiento global, tienen expresiones concretas como las revueltas de los chalecos amarillos en Francia, que han puesto en jaque al gobierno de Macron, o los flujos de personas migrantes hacia Europa. Aspectos que sin duda irán incrementando la tensión social a medida que otras consecuencias como por ejemplo que la producción de alimentos se vea afectada por las sequías recurrentes o que la escasez de combustibles fósiles afecte al trasporte y a la industria, etc.
En ese sentido es imprescindible que desde la izquierda asumamos con audacia el momento y abordemos lo evidente: este modelo de construcción europea no nos sirve como pueblo, o más bien, no sirve a ningún pueblo de Europa. Por tanto debemos reconocer que precisamente las políticas neoliberales que han articulado la arquitectura europea son las causantes de todos los síntomas que ahora mismo ponen en riesgo la seguridad de las familias trabajadoras. Para ello uno de nuestros principales retos es el de ser capaces de concretar qué Europa queremos para salir de este atolladero, qué modelo necesitamos para enfrentar de forma exitosa los riesgos de la implosión europea y sobre todo cómo hacerlo.
Sin duda urge un proceso de acumulación de fuerzas para construir un bloque que haga frente a esta ola de recortes y de reacción. Una suma de fuerzas políticas de la izquierda, pero también y especialmente de sociedad civil organizada con vocación de cambiar el orden hacia una Europa vertebrada sobre los Derechos Humanos, la paz y la cooperación, con una economía que no responda a las élites económicas sino a los pueblos y, como ya señalan algunas voces, una Europa construida sobre la base de un gran Pacto Ecosocial.
Puede parecer un cúmulo de lugares comunes bien intencionados e imposibles, pero ¿acaso no es la voluntad política la que nos dota de normas de convivencia que permiten cambiar la sociedad? ¿Acaso hay límites imposibles que impidan que las cosas puedan ser de otra forma? No somos ingenuos pensando que la tarea sea fácil puesto que las propias reglas del juego de la UE hacen casi imposible cambiar el marco de relaciones, sin embargo rendirse ante una estructura esencialmente injusta para la mayoría social no parece una opción.
Además, son múltiples los ejemplos de la historia reciente que nos muestran que, incluso en contextos peores, los avances sociales se han conseguido peleando en las calles y en las instituciones. Así lo señalan las mujeres organizadas en torno al feminismo, parando el país en la Huelga del 8 de marzo y resignificando la palabra lucha, o los chicos y chicas de ciudades europeas que cada viernes se plantan exigiendo medidas radicales frente al cambio climático. ¿Alguien podía imaginarse semanas antes del 15 de marzo que tantos miles de jóvenes saldrían a la calle movidos por reivindicaciones ecologistas? Lo que está claro es que, como rezaba una pancarta, si el planeta fuera un banco ya lo habrían rescatado.
Fotografía de Álvaro Minguito.