Decía uno de los inquisidores macarthistas en la espléndida y necesaria Trumbo (Jay Roach, 2015), que “el cine es la es la influencia más poderosa que se haya creado”. Que Bryan Cranston levantara el Oscar en la tribuna ante la atenta mirada de los peces gordos de Hollywood sería una especie de auto-parodia interesante. En cualquier caso, y deseándole suerte, por mucho que nos guste DiCaprio, de Trumbo solo recogemos la anterior cita.
El cine es, efectivamente, la herramienta más poderosa para crear relatos. En España se conoce el acontecimiento histórico más importante de los últimos 100 años, la Guerra Civil, a través del cine. Un cine que, con alguna honrosa excepción, construyó el relato de que la guerra fue una barbaridad entre hermanos cometida por el exceso de dos bandos enloquecidos. Para muestra La mula (Michael Radford, 2013) con Mario Casas de nacional.
El segundo acontecimiento más importante de los últimos 50 años, la Transición, ha sido narrada a través de series y biopics. El relato, sobre el que se asienta La chica de ayer (Iñaki Mercero, 2009), es grosso modo el siguiente: por fin los españoles se pusieron de acuerdo en un alarde de generosidad dejando atrás rencillas del pasado, siendo capaces, todos, de hacer sacrificios en aras de un pacto modélico de convivencia con vistas al futuro.
La chica de ayer, remake de la británica Life on mars, constó de ocho capítulos que se emitieron en Antena 3 en prime time con más de dos millones de espectadores. Samuel Santos, el Inspector Jefe de Policía, principal protagonista representado por Ernesto Alterio, tiene un accidente y se despierta en 1977. Allí convive con las viejas formas de la policía retratadas especialmente en el rudo Inspector Jefe Joaquín Gallardo, mientras intenta entender qué ha pasado para volver a su vida real. La trama podría haber dado mucho más de sí, se podría haber utilizado el contexto más potente para el género negro y policiaco a lo Pepe Carvalho, Toni Romano o Inspector Méndez, pero se cae en la comedia constante sin ningún tipo de tensión o intriga. Supongo que esta sería la intención principal de los creadores.
Aun con todo, a pesar de la simpleza tanto de la trama y su desarrollo como de los protagonistas, la serie nos deja algunos elementos del relato de la Transición. En uno de los capítulos se utiliza la lucha sindical de unos trabajadores que van a ser despedidos como pretexto del asesinato de un capataz de la fábrica. Samuel Santos, que viene del futuro democrático, es el más comprensivo con los sindicalistas, y en un tono paternalista les dice: “Hay que luchar, pero hay que seguir las normas”. El relato hegemónico que tapa el conflicto (en este caso la lucha de clases en su forma más evidente) vuele a aflorar en una especie de paradoja espacio-temporal: si hay un futuro democrático es porque hubo un pasado de lucha, por lo que la apelación a las leyes franquistas por parte del Inspector que viene de ese futuro democrático, no deja de ser curiosa.
La serie en sí es una constante pugna entre las visiones antigua y moderna de la policía, es decir entre la policía franquista y la democrática. Entre el método de Santos y el de Gallardo. Cabría esperar un desenlace en que una parte convence a la otra, a priori la democrática. No obstante, esto no parece tan claro. En el capítulo que intenta rememorar –sin éxito– a los quinquis de Eloy de la Iglesia, pierde Samuel Santos: el quinqui reincide y acaba imponiéndose la mano dura de Gallardo frente al idealismo ineficiente de quien cree en la reinserción. Aunque Gallardo da algún síntoma de avance gracias a la influencia de Santos, es éste quien acaba asumiendo el viejo método: la falsificación de pruebas. Y lo hace como mal necesario, por un fin estrictamente personal y que él cree noble. Las leyes son inexpugnables, pero a veces hay que saltárselas… Salvo si eres sindicalista.
Mariano Sánchez Soler estima en La transición sangrienta (Península, 2010), que fueron asesinadas 600 personas en el modélico proceso desde 1975 y 1983. En la serie se recoge un episodio interesante en que los matones de la extrema derecha apalean a jóvenes gais. Hay un muerto… Pero de nuevo se desaprovecha un contexto idóneo para una buena trama y se patina sobre lo superficial, en este caso una relación sentimental. La serie parece decir: se cometían excesos y barbaridades, cierto, pero a pesar de todo el sistema funcionaba. Tanto es así que al jefe de los jóvenes falangistas, ex policía, lo expulsan de la comisaría ¡por saltarse las reglas! Si en las comisarías franquistas se torturaba tanto que a veces incluso saltabas por la ventana como Enrique Ruano, ¿qué haría para que lo expulsaran? ¿O quizás es que no se torturaba tanto y el que se pasaba era expulsado?
En resumen, La chica de ayer se queda en una comedia con algún tinte dramático e ínfulas históricas. Se pierde en la trama y en un contexto que no sabe manejar. Sirve para pasar el rato, si no le pides explicaciones. Antonio Garrido, que mejora algo en La playa de los ahogados (Gerardo Herrero, 2015) con un papel parecido, no da la talla como tipo duro; Ernesto Alterio a lo suyo.