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Historia de un eclipse (en memoria de Pruaño)


Recomendar las cuatro novelas de Los días de la gran crisis es, paradójicamente, fácil y difícil al mismo tiempo. Fácil porque no existe mayor atracción para el ávido lector de izquierdas que una conversación íntima entre González y Zapatero, Valderas y Maíllo o Iglesias y Anguita. Difícil porque eso no puede ser, claro. Es aquí donde entra la magia de Eclipse rojo y la literatura como la única mentira capaz de decir la verdad. Todo escritor es un mentiroso, y Felipe consigue engañarnos.
Eclipso rojo (así como la tetralogía en su conjunto, con la excepción voluntarista de Serpentario)es una historia de derrota y soledad. El solitario es aquel que le dice a su amada: me quedo solo, pero no me vendo. La sombra de Althusser planea en pugna con la de Egea: un comunista nunca está solo. Derrota, soledad y dignidad del que no asume los valores del vencedor. Como el revolucionario al que amenazaron con dormir en la cárcel y respondió que la pasaría entre rejas, pero lo de dormir todavía lo decidía él.
La novela no se limita a describir o contextualizar el eclipse, también nos dice que se puede salir de esa segunda clandestinidad, siempre y cuando cumplamos al menos dos condiciones sine qua non: ser radicales yendo a la raíz de los problemas e impedir que los responsables se erijan, de nuevo, en salvadores. Lo que está en juego es, ni más ni menos, que la existencia de la izquierda marxista en España. Esta vez no es el fantasma de Shelley sino el de Occhetto. Para entender esto, podemos distinguir dos realidades, la externa y la interna. Con la externa, referente al contexto en el que se enmarca el eclipse, basta con recurrir brevemente a la caja de herramientas de Gramsci, como gusta Garzón.
El 15M abrió lo que los posmodernos llaman ventana de oportunidad: la deslegitimación del régimen unida a una creciente ola de movilizaciones consiguió romper el candado del consenso, instalando en el imaginario colectivo la posibilidad de un cambio. Paralelamente, se inició un proceso de reorganización del bloque de poder, con el objetivo estratégico de una revolución pasiva controlada desde arriba, capaz de cabalgar la indignación recogiendo algunas propuestas, pero siempre llevando la iniciativa y dejando desnortada a la alternativa. Parece que Margallo tiene vocación de hombre de Estado y puede jugar un papel importante en la segunda transición que se viene: lo que se juega, en el fondo, es quién organiza los próximos 30 años. Faltan flecos para que la cooptación y el transformismo de una parte de la oposición rupturista, fruto de la propia dinámica de la política como el arte de lo posible, culmine con un nuevo Carrillo. Las malas lenguas dicen que puede bastar con que Errejón, estratega del giro al centro, se coma a Iglesias y éste a Garzón.
Pero no crean, morbosos lectores, que Felipe cae como cayó la plana mayor en la clásica tentación de echar las culpas al árbitro. No. Un comunista tiene el casco lleno de abolladuras y alguna ha sido hecha por el enemigo. En el eclipse salimos todos desnudos. Es una operación abierta. Y no es un incisivo bisturí sino un basto percutor el que se abre paso por nuestras vísceras.
Noviembre de 2013, auditorio Marcelino Camacho, Madrid. XIX Congreso del PCE. Diego Valderas ostentaba la vicepresidencia de la Junta de Andalucía y las encuestas daban a IU alrededor del 15%. El coordinador federal, Cayo Lara, sube a la tribuna y lanza una pregunta retórica que suena como una pedrada en un portón: ¿queréis gobernar? A los pocos segundos del impacto algunos delegados responden con brío: ¡sí! Aquella solemne escena confirmó la hegemonía de las tesis derrotadas en la IX y X Asamblea de IU. O dicho de otra manera: la gestión de las tesis victoriosas a manos de los realistas, a saber, los aparatos, que son los que saben de política real y concreta frente a los intelectuales de postín que venden humo y los jóvenes izquierdistas a los que les falta un hervor todavía y están bien en el quinto puesto de las listas, pegando carteles o escribiendo en blogs. No se trataba de construir una Alternativa con vocación de mayorías en un contexto de crisis de régimen, sino de crecer para pactar en condiciones dignas con el PSOE y atraerlo a posiciones de izquierdas. Partiendo de esta posición neocarrillista íbamos bien, de lujo, como reflejaba nuestro crecimiento en las encuestas, por lo que el nacimiento de Podemos solo podía tratarse de una maniobra del poder para evitar nuestro asalto a las vicepresidencias de las comunidades de Madrid y Valencia. Y ya se sabe: ante un enemigo externo, prietas las filas y repliegue interno. IU era un partido, con sus siglas y sus cosas, lo que suponía de facto la muerte del PCE, por cierto, y el obstáculo principal para la Unidad Popular era un acuerdo jurídico para entrar en las Diputaciones, a las cuales queremos suprimir. Unidad Popular, dicho sea de paso, a la que hoy apelan algunos con la misma vehemencia con que la rechazaban hace escasos meses. Sálvese quien pueda.
El resto, hasta aquí, ya lo sabemos. Sin embargo, el partido no ha terminado. Vamos perdiendo, pero el empate catastrófico todavía es posible; podemos lograr una prórroga. Está el cristal, ese eclipse gráfico, entre los labios de Monica Vitti y Alain Delon. Está la amenaza de que la política se convierta en un gigante plató electoral, disputado por una especie de bi-bipartidismo centrípeto. Pero cambia, todo cambia, al menos desde Heráclito. Novelas como Eclipse rojo nos ayudan a comprender los cambios y, luego, a dirigirlos en un sentido emancipador.

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