La muerte de Suárez, solo un día después de las Marchas de la Dignidad, y la abdicación del Rey, en un contexto de crisis de régimen, han vuelto a poner los focos sobre la llamada «Transición democrática». No por casualidad, determinados intelectuales orgánicos llevan un tiempo apelando al «espíritu de la Transición». Esto es, a la «responsabilidad de Estado», que es algo parecido a decir que nos podemos pelear por un par de leyes pero que a la hora de la verdad con las cosas de comer no se juega. Basta con ver el cierre de filas respecto a la Monarquía, pero también, y esto es más importante, respecto a las cuestiones económicas de fondo, del Tratado de Maastricht a la reforma del artículo 135 de la Constitución.
Decimos que vivimos una crisis de régimen porque la crisis no es solo económica, también afecta al marco político-institucional y en definitiva al conjunto de chiringuitos que se edificaron sobre los consensos del 78. El régimen tiene tres pilares fundamentales: el bipartidismo, la monarquía y la élite económica, siempre en la sombra. Hoy carecen de legitimidad. Es por esto que fueron ellos los que iniciaron su particular “proceso constituyente”: son incapaces de cumplir su propia legalidad, de ahí la utilidad a veces de sacarles la Constitución para poner de relieve la agudización de sus contradicciones.
En este contexto hay dos salidas, la ruptura democrática o la involución autoritaria. Esta última significaría una vuelta de tuerca al estado actual de cosas para perpetuar lo que hay 30 años más. Esto pasaría por acometer unas reformas de espíritu “gatopardista”: cambiar todo para que nada cambie. Un cambio de actores, pero no de escenario. A un presidente de un gran banco le preguntaron si pasó miedo la noche del 23F, a lo que respondió que no, porque independientemente de quién ganara el golpe él seguiría siendo el presidente de ese banco. Ahí está la cosa: en el fondo lo que verdaderamente está en juego es el privilegio de unos pocos, de unas élites económicas rentistas que no producen ni generan nada más que miseria para la mayoría. Partiendo de esto es cuando tiene sentido hablar de Transición.
Pero, ¿a qué se refieren con transición? Básicamente a lo que los marxistas entienden por “revolución pasiva”. Un sistema social (o régimen) nunca morirá sin agotar todas sus posibilidades de supervivencia. Quizá la última sea la introducción de “novedades”, de modificaciones conducidas desde arriba de manera que las fuerzas democráticas de ruptura queden relegadas a simples observadores sin capacidad de iniciativa. Es una manera que las clases dominantes tienen para reagruparse, reorganizarse y a su vez absorber o cooptar a una parte de los críticos, asumiendo alguna de sus reivindicaciones y volviéndolos así “gobernables”. Esto deja estratégicamente desnortadas a las fuerzas democráticas y posibilita que las clases dominantes mantengan (o retomen) la iniciativa para conducir desde arriba su propia transición.
Puede ser posible a través de un proceso de transformismo que consiste básicamente en una absorción gradual pero continua por parte de las clases dominantes de los líderes e intelectuales de las fuerzas de ruptura hacia la “moderación” y la visión de la política como “el arte de lo posible”. La jugada es maestra: decapitan al enemigo sembrando la desmoralización en sus filas y aumentan la capacidad hegemónica, es decir, la capacidad para imponer su visión del mundo. Estas transformacionessuelen darse en procesos de reflujo y de derrota de las propuestas radicales (que van a la raíz), haciendo que las “capas medias” que se habían visto atraídas por dichas propuestas vuelvan a su lugar de origen. Cuando se trate de grandes líderes o intelectuales, éstos, llegado el momento, se escudarán en la “moderación” alegando que es el único camino posible ya que la política “se hace con lo que hay”.
¿Y por qué tiene sentido traer, hoy, a Gramsci? Porque efectivamente estamos asistiendo a una recolocación del tablero, a la enésima restauración borbónica y, a fin de cuentas, a una transición tutelada desde arriba para que quienes nos condenan al paro no pierden sus privilegios. Semejante operación necesita de consensos y de actores nuevos de los cuales nadie podría sospechar. La llamada «Transición democrática»fue un buen ejemplo de ello. Quizá por eso la reivindican tanto. En cualquier caso, aunque la batalla es a medio y largo plazo, a corto plazo nos jugaremos la involución democrática o la ruptura democrática: o más de lo mismo o un proceso constituyente que ponga encima de la mesa un nuevo proyecto de país que sea capaz de cumplir los derechos humanos más básicos; que sea una verdadera democracia, en las formas y en el contenido. Son tiempos de apertura, generosidad y unidad, qué duda cabe, pero también son tiempos de inteligencia, astucia y (aunque suene antiguo) teorías científicas.
Nota. En la foto Javier Solana (PSOE) en un mitin anti-OTAN. Años después acabaría siendo Secretario General de la OTAN.