Introducción
La tercera temporada de La casa de papel ha fulminado todos los récords de audiencia: 34 millones de usuarios la visionaron en tan solo dos semanas desde su lanzamiento en la plataforma Netflix. La serie creada por Álex Pina se ha convertido en un auténtico fenómeno mundial y, además, ha conseguido situar algunos elementos de debate en torno a la cultura popular y de masas. No estamos aquí para analizar si el uso del mítico himno antifascista Bella Ciao es un ejercicio de «apropiación cultural» o una oportunidad para la izquierda de reducir la distancia que separa a sus símbolos históricos de una parte importante de la ciudadanía, pero creemos que la serie deja otras señas de gran interés político.
Teniendo en cuenta que estamos ante una serie cuyo argumento principal es un desafío al Estado en forma de atracos a la Fábrica Nacional de Moneda y Timbre y al Banco de España, el rastro de elementos para la reflexión política que deja hasta su desenlace no es menor. Es de justicia reconocer, dicho sea de paso, la honestidad del elenco de actores y actrices principales manteniendo en las entrevistas un perfil político coherente con la línea narrativa de la serie, sean Pedro Alonso (Berlín), Itziar Ituño (Lisboa) y Álvaro Morte (El Profesor) hablando de un sistema «enfermo», «injusto» o «demente»[1], o Alba Flores (Nairobi) defendiendo el feminismo de clase y apelando a la posibilidad de la revolución[2].
Por cuestiones de tiempo y espacio nos centraremos en los elementos que nos permiten reflexionar –sin grandes spoilers– en torno a conceptos clásicos como «hegemonía» y «poder» para continuar deteniéndonos en los debates sobre el Estado. Aterrizando en una dimensión más mundana, acabaremos con una observación: no se puede entender la complejidad de la situación político-institucional sin atender a un análisis del Estado y de sus contradicciones.
El Profesor, el Príncipe y el «destacamento de vanguardia»
El Profesor es el cerebro del grupo. El estratega. Y, como todo estratega, su arte es el de conquistar poder. Posee una mente fría y racional que le permite anticiparse a sus adversarios y llevar la iniciativa en todo momento. Su alias parece un claro guiño a El Príncipe de Maquiavelo, el cual, según Gramsci, debería ser estudiado como un ejemplo histórico del «mito» sorealiano que se presenta como «una creación de fantasía concreta que opera sobre un pueblo disperso y pulverizado para suscitar y organizar la voluntad colectiva»[3]. Huelga decir que para el italiano, el Príncipe moderno no podía ser una persona, sino el partido político[4].
El Profesor ejerce de «vanguardia», dirigiendo al grupo y garantizando su cohesión por la unidad de voluntad, acción y disciplina. Ejerce, de hecho, un papel de «organizador» similar al que se le atribuye al Estado desde la perspectiva institucionalista-funcionalista que, como veremos más adelante, lo dota de una racionalidad propia. Así pues, la tarea de El Profesor es la unificación estratégica de los intereses de los distintos miembros del grupo, ya que a pesar de compartir –a priori– intereses generales, cada uno de ellos mantiene posiciones tácticas diferentes, por no hablar de las particularidades personales que llevan al grupo al borde de la ruptura en determinados momentos.
Pero, a pesar de todo, El Profesor no es un robot. La lucha por el poder siempre se desarrolla en realidades concretas y estas están atravesadas por innumerables contradicciones que generan «interferencias» en el plan establecido. Lisboa es una «distorsión» que abre el debate poco novedoso de la influencia –y la importancia– de los sentimientos en la lucha política por el poder. ¿Se encontraría el grupo en la misma situación si El Profesor se hubiera mantenido firme e irreductible ante sus sentimientos? ¿Realmente son tan importantes los sentimientos que se profesan mutuamente Pedro Sánchez y Pablo Iglesias? Esta cuestión ya fue tratada en la magistral serie italiana Gomorra, basada en el libro de Roberto Saviano y producida por Sky. Mientras Annalisa pensaba que «todo el poder es una cuestión de sentimiento», Ciro mantenía una visión más «materialista»: «ante los intereses, los sentimientos no valen nada».
Si bien es cierto que la izquierda históricamente ha infravalorado la importancia de todo aquello que no pudiera empotrar dentro de «lo económico» y «lo material», siempre entendidos ambos conceptos desde una lectura estrecha, hay reflexiones interesantes como las de Raymond Williams sobre el concepto «estructura de sentimientos»:
«(…) la labor de un movimiento socialista triunfante será una labor en los sentimientos y la imaginación casi en igual medida que en los hechos organización. No en la imaginación o en los sentimientos en su sentido más débil (el de «imaginar el futuro», que es una pérdida de tiempo, o en «vertiente emocional de las cosas»). Al contrario, tenemos que aprender y enseñarnos unos a otros las relaciones entre una formación política y económica, una formación cultural y educativa y, lo que tal vez resulte más arduo, la formación del sentimiento y la capacidad de relación, que constituyen nuestros recursos más inmediatos en cualquier lucha»[5].
Sea como fuere, El Profesor acaba cometiendo un error estratégico determinante. Incumple probablemente el mandamiento más básico de El arte de la guerra de Sun Tzu: «Nunca se debe atacar por cólera y con prisas. Es aconsejable tomarse tiempo en la planificación del plan». En la siguiente temporada, intuyo, deberá reconquistar posiciones en una situación de repliegue, derrota y aislamiento. Porque el poder, como escribió Maquiavelo y recogió Gramsci, presenta una dualidad, como el centauro, que acaba atravesando la acción política: «fiera y humana, de la fuerza y del consenso»[6].
La lucha por el poder: una lucha permanente por la hegemonía
El concepto de «hegemonía» es sin duda uno de los más manoseados en los últimos años en los espacios de reflexión de la izquierda. Lo cierto es que más allá de algunos intentos de «mutilación intelectual», la obra compleja, fragmentaria y en ciertas ocasiones contradictoria se convirtió en una herencia en permanente disputa especialmente en tres etapas históricas: tras la II Guerra Mundial con el papel influyente de Palmiro Togliatti ya en el proceso constituyente italiano, en la década de los setenta a raíz de la línea de «compromiso histórico» y con la irrupción de los movimientos populistas primero en Latinoamérica y después en Europa.
Como es un debate que ya hemos tratado en varias ocasiones[7], simplificaremos la hegemonía como la capacidad que tiene una clase –o fracción– para estrechar alianzas en aras de la construcción de un bloque más amplio, marginar –o aplastar– a los enemigos irreconciliables y convertir sus intereses corporativos en los intereses del conjunto de la sociedad, imponiendo una cultura propia que en última instancia se traduzca en una visión del mundo determinada. Así pues, la hegemonía se mueve, de nuevo, en esa relación dialéctica entre la dominación y la dirección, la fuerza y el consenso, la coerción y la legitimidad. Llegados a este punto, no podemos pasar por el alto el matiz «materialista» deliberadamente obviado desde posiciones posmarxistas:
«El hecho de la hegemonía presupone, sin duda, que se tengan en cuenta los intereses y las tendencias de los grupos sobre los cuales se ejercerá la hegemonía, que se constituya un cierto equilibrio de compromiso, o sea, que el grupo dirigente haga sacrificios de orden económico-corporativo, pero también es indudable que tales sacrificios y el mencionado compromiso no pueden referirse a lo esencial, porque si la hegemonía es ético-política no puede no ser también económica, no puede no tener su fundamento en la función decisiva que ejerce el grupo dirigente en el núcleo decisivo de la actividad económica»[8].
El Profesor traza una estrategia con un doble objetivo: conseguir el botín y, paralelamente, conseguir apoyo popular. Más allá de un uso instrumental (como aprovechar el ajetreo de la muchedumbre), el grupo necesita apoyo popular para, como mínimo, evitar una reacción desmedida del Estado. Esta sería más o menos permitida socialmente dependiendo del grado de legitimidad que el grupo consiguiera conquistar. Aquí es donde cobran especial importancia detalles como el reparto de billetes desde el globo aerostático o la no violencia. Lo resumió, de nuevo, Ciro en Gomorra: «quien manda nunca debe olvidarse de una cosa: su poder está en manos de los que están por debajo de él». La lucha por el poder es siempre una lucha cultural –en sentido amplio y profundo– por el apoyo y la legitimidad popular. Tokyo, personaje fundamental, resume el éxito de la estrategia cuando escucha los vítores de la multitud de la siguiente manera: «Soy Tokyo, soy de los vuestros». ¿Habría sobrevivido Río sin el apoyo popular? ¿Sin los #FreeRío?
Como no podía ser de otra manera, vuelve a ser Tokyo quien simboliza en el último capítulo el inicio de una nueva fase a partir de un cambio «estratégico» de El Profesor. Este interpreta un salto cualitativo en la lucha: del «asalto al Estado» a la «guerra». Fue Ralph Miliband, uno de los grandes teóricos del Estado, quien estableció dos modalidades de lucha de clases a propósito del golpe de Estado en Chile (ayer hicieron 46 años): la «común», aquella que no fuerza excesivamente al sistema ni constituye una amenaza para el marco capitalista, y la «guerra de clases»:
«Allí donde los poderosos y los privilegiados (y quienes tienen el máximo poder y privilegios no son necesariamente los más intransigentes) creen que enfrentan una amenaza real desde abajo, allí donde piensan que el mundo que conocen y que les gusta y que quieren preservar empieza a ser socavado y a ceder control a fuerzas malignas y subversivas, entonces una forma completamente diferente de lucha de clases entra en operación, una cuya agudeza, dimensiones y universalidad garantiza la etiqueta de “guerra de clases”»[9].
El Estado en el marxismo clásico
Marx y Engels no proporcionaron una teoría general sobre el Estado, pero sí dejaron algunos principios importantes para la investigación. Bob Jessop, uno de los más influyentes teóricos del Estado, distingue tres tratamientos sobre el Estado en la obra de Marx[10], a saber: 1) El Estado como un instrumento del poder de clase en manos de la clase dominante, con la famosa sentencia en el Manifiesto Comunista del Estado como la junta que administra los negocios de la burguesía. 2) El Estado como autoridad autónoma para mantener el orden en un contexto de crisis y equilibrio inestable de fuerzas; y 3) El Estado como una forma alienada de organización política que está basada en la separación entre gobernantes y gobernados.
Más tarde, Lenin desarrolló el concepto de Estado pero su trabajo presentó algunas limitaciones que se debieron a, entre otros factores, su permanente batalla frente a la socialdemocracia (dogmática y economicista), lo que le obligó a «doblar demasiado el palo en el sentido opuesto», o a la influencia de un Estado particular, el zarista, por razones obvias. Sea como fuere, Lenin entiende el Estado únicamente como el conjunto de instituciones y aparatos represivos. Lo cierto es que un Estado en buena medida «precapitalista» como el ruso no se alejaba demasiado de dicha definición. Sin embargo, debemos reconocer que el Lenin estadista que camina entre los precipicios de los «territorios inexplorados», no se ajusta a la caricatura que de él se hizo a partir de la distinción entre el marxismo oriental y el marxismo occidental. En un informe del Comité Central del PCR(b) con un valioso tono autocrítico, afirmaba:
«En cuanto al capitalismo de Estado, nuestra prensa, y en general nuestro Partido, cometen el error de caer en el intelectualismo, en el liberalismo: filosofamos sobre cómo debe interpretarse el capitalismo de Estado, y buscamos respuestas en libros viejos. Pero en ellos no encontrarán ustedes lo que estamos discutiendo, pues describen el capitalismo de Estado que existe bajo el capitalismo. No hay ni un solo libro que describa el capitalismo de Estado que existe bajo el comunismo. Ni siquiera a Marx se le ocurrió decir una sola palabra de esto y murió sin dejar una sola afirmación precisa, ni indicaciones definitivas. Por eso tenemos ahora que salir adelante solos»[11].
El estudio de Lenin sobre el Estado fue una excepción dentro del marxismo ortodoxo de la época, pues tanto en la II Internacional como en la III Internacional después de su muerte apenas dedicaron esfuerzos en dicha tarea. Sin embargo, su análisis acababa desembocando en una perspectiva instrumentalista (el Estado como un conjunto de aparatos a «tomar», «destruir», «sustituir») que finalmente acabaría siendo exagerada por Stalin. Poulantzas achaca la ausencia de estudios sobre el Estado a «la concepción dominante en ambas Internacionales era una desviación, el economismo, que va acompañada generalmente por una falta de estrategia y de objetivos revolucionarios -incluso cuando toma una forma “izquierdista” o luxemburguista. En efecto, el economismo considera que los demás niveles de la realidad social, incluido el Estado, son simples epifenómenos reductibles a la “base” económica. En consecuencia, el estudio específico del Estado resulta superfluo»[12].
Sería Gramsci quien acabara desarrollando el concepto de Estado tras analizar que los estados desarrollados se escapaban a la definición restringida leninista. Para el italiano, el Estado no es sólo el conjunto de instituciones y aparatos coercitivos, que denomina «sociedad política», sino la relación de esta con la «sociedad civil», el «sistema de trincheras de la guerra moderna»[13]. Como ocurre con el concepto de hegemonía, Gramsci da varias definiciones Estado, unas veces identificando este, como Lenin, con la sociedad política (la dominación) y otras veces con la suma (relación sería un término más preciso) de la sociedad política y de la sociedad civil, llegando a la conocida síntesis de «hegemonía acorazada de coerción»[14]. A pesar de la definición equívoca, cabe señalar el «matiz materialista» tantas veces obviado: para Gramsci, la separación entre sociedad política y sociedad civil no es completamente orgánica, sino que está relacionada de manera dialéctica, compleja y contradictoria. De hecho, esta separación se la atribuye al liberalismo como error. Así pues, no podemos situar la sociedad civil ni «fuera» del Estado ni –por tanto– exclusivamente dentro de lo que podríamos denominar «superestructuras».
El debate entre Ralph Miliband y Nicos Poulantzas
La publicación en 1969 de El Estado en la sociedad capitalista de Miliband dio lugar a un debate con Poulantzas que constituye un episodio fundamental en el debate marxista en general y en el debate sobre la teoría del Estado en particular. El británico intentó demostrar que «la concepción democrático-pluralista de la sociedad, de la política y del Estado, en lo que respecta a los países del capitalismo avanzado, está, en todos sus aspectos esenciales, equivocada y, en vez de servirnos de guía para la comprensión de la realidad, viene a ser una profunda ofuscación»[15]. Para ello, partió de una posición epistemológica empirista, apoyándose en los «hechos concretos» a partir del análisis de varios países desarrollados.
Miliband resume de manera concisa la perspectiva instrumentalista de la siguiente manera: «según el esquema marxista, la “clase imperante” de la sociedad capitalista es aquella clase que posee y controla los medios de producción y, en virtud al poder económico de tal manera detentado, puede utilizar al Estado como su instrumento para el dominio de la sociedad»[16]. Aquí el Estado es una «cosa» que la clase dominante «coge» y lo pone a su servicio, ya sea reprimiendo a la clase trabajadora o doblegándolo a sus intereses. Analiza el perfil de las élites que ocupan las instituciones estatales y se da cuenta de que, efectivamente, la inmensa mayoría pertenecen a las clases altas. Uno de los problemas del análisis de Miliband radica en que acaba reduciendo la relación entre el Estado y las clases sociales a relaciones interpersonales entre los miembros de las élites económicas y los miembros de las élites estatales. Así pues, acaba confrontando con la perspectiva democrático-pluralista asumiendo en buena medida los principios metodológicos e ideológicos de sus adversarios liberales.
Poulantzas, que ya había publicado en 1968 Poder político y clases sociales en el estado capitalista, centra sus críticas hacia Miliband en dos núcleos epistemológicos principales: empirismo y subjetivismo. Respecto al segundo, el greco-francés argumenta que reduciendo tanto las clases como la relación de estas con el Estado a relaciones interpersonales obvia las estructuras objetivas del Estado y sus relaciones con las clases desde un sistema objetivo de conexiones regulares. Así pues, la conexión entre las élites económicas y las élites estatales serían la consecuencia de las estructuras objetivas, pero no la «causa» de que el Estado «sea» capitalista. Y es que otro de los problemas de la perspectiva que plantea Miliband es que, si el Estado es un instrumento susceptible de ser manipulado según la voluntad de la clase que detente su poder, podemos acabar pensando que el Estado es un instrumento neutral que puede usarse para distintos fines (también revolucionarios). Este análisis tuvo implicaciones políticas concretas, pues fue el ensueño del parlamentarismo reformista.
Las respuestas a la perspectiva estructuralista de Poulantzas no se hicieron esperar. De hecho, el propio Miliband le devuelve una crítica con cierta razón:
«(…) el Estado no es “manipulado” por la clase dirigente para que cumpla sus órdenes: las lleva a cabo autónomamente aunque de forma total, a causa de las “relaciones objetivas” que le impone el sistema. Poulantzas condena el “economicismo” de la Segunda y Tercera Internacional y atribuye al mismo la desatención en que éstas tuvieron al Estado. Pero me parece que su propio análisis conduce directamente a una especie de determinismo estructural o más bien a un superdeterminismo estructural, que hace imposible una consideración verdaderamente realista de la relación dialéctica entre el Estado y “el sistema”»[17].
El propio Poulantzas acaba reconociendo la crítica de «teoricismo» como buen althusseriano: «este teoricismo no sólo me condujo a una presentación relativamente “impropia” de los análisis concretos, sino también, como Laclau ha observado correctamente (volveré a esto), a una segunda falta: un cierto formalismo en mi investigación, y en último término un cierto descuido de los análisis concretos»[18]. Sin embargo, con sus obras posteriores (Fascismo y dictadura, Las clases sociales en el capitalismo actual…) fue corrigiendo esta ausencia, matizando el estructuralismo y poniendo el énfasis en la lucha de clases hasta llegar a su obra más acabada: Estado, poder y socialismo, publicada en 1978, tan solo un año antes de su muerte. En este clásico moderno, Poulantzas afina su análisis del Estado hacia una teoría «relacionista»:
«Precisando algunas de mis formulaciones anteriores, diré que el Estado capitalista en este caso, no debe ser considerado como una entidad intrínseca, sino –al igual que sucede, por lo demás, con el “capital”– como una relación, más exactamente como la condensación material de una relación de fuerzas entre clases y fracciones de clase, tal como se expresa, siempre de forma específica, en el seno del Estado»[19].
Este nuevo enfoque, a todas veces más útil, permite abordar de manera más certera la cuestión de la «autonomía relativa» del Estado, algo imposible si entendemos el Estado como una cosa (instrumento manipulable sin ninguna autonomía) o como un sujeto (gozaría de autonomía plena, pues ostenta un poder y una racionalidad propias). Si bien Poulantzas atribuía principalmente la autonomía relativa a la separación inherente entre la economía y la política en el modo de producción capitalista, al final acaba poniendo el énfasis en la complejidad del bloque de poder, atravesada por las contradicciones de sus fracciones. El Estado, a diferencia de lo que se podía entender en Lenin, no es un bloque monolítico sin fisuras que solo puede ser atacado mediante un choque frontal (guerra de maniobras), ya que está atravesado por sus propias contradicciones. Solo desde la autonomía relativa el Estado puede garantizar la defensa de los intereses generales del bloque[20].
El «momento Poulantzas»
Nada de lo que viene ocurriendo en un panorama político-institucional convulso y complejo puede explicarse sin atender a las contradicciones dentro del propio Estado y, más concretamente, dentro del «bloque en el poder». Los conflictos entre los propios aparatos del Estado en el Gobierno de Mariano Rajoy, la lucha fratricida en el espectro de la derecha, la beatificación mediática de Albert Rivera y su posterior caída en desgracia, el apoyo de Juan Luis Cebrián a un posible gobierno de coalición entre el PSOE y Unidas Podemos, etc., son algunos ejemplos que manifiestan que el bloque de poder nunca ha tenido «un» Partido, «un» proyecto de país y «una» única salida restauradora. Si así fuera, la crisis de régimen se habría cerrado hace tiempo y España sería un país «gobernable».
El Estado ejerce un papel fundamental como «mediador» a la hora de «organizar» estratégicamente las contradicciones dentro del bloque de poder con dos objetivos fundamentales: 1) Desarticular a la clase trabajadora y a sus proyectos políticos; y 2) Mantener la unidad interna del bloque de poder, siempre más precario de lo que puede parecer a simple vista. ¿La crisis territorial o la irrupción de Vox no tienen nada que ver con esto? ¿Y las cloacas? ¿Acaso la propuesta del PSOE no consiste en la promesa de volver a ser el Partido de Estado que en otros momentos históricos (OTAN, Maastricht, etc.) fue capaz de conquistar los grandes consensos?
Lección política de La casa de papel: tanto cuando confrontamos con el Estado como cuando negociamos con él, debemos ser plenamente conscientes en todo momento de con qué confrontamos y con qué negociamos. Para que no nos pase como a El Profesor. Ni nos olvidemos de Sun Tzu.
Ángel de la Cruz (@angeldelacruziu) es responsable de Estrategia política de IU.
Notas
[1] Fórmula TV. (28 de junio de 2019). La casa de papel: Pedro Alonso, Itziar Ituño y Álvarez Morte analizan la Temporada 3. Recuperado de: https://www.youtube.com/watch?v=V1tkkuzSUOQ
[2] Reguero, Patricia. (4 de abril de 2019). Alba Flores: “Un feminismo que aspire a la paridad entre las clases altas es una mierda de feminismo”. El Salto. Recuperado de: https://www.elsaltodiario.com/culturas/alba-flores-un-feminismo-que-aspire-a-la-paridad-entre-las-clases-altas-es-una-mierda-de-feminismo
[3] Gramsci, Antonio. (2009). La política y el Estado moderno. Barcelona: Diario Público, p. 77.
[4] Ibid., p. 79.
[5] Williams, Raymond. (1975). ¿Es usted marxista, verdad?. En García, Alicia. (Ed.). (2008). Raymond Williams. Historia y cultura común (109-126). Madrid, España: Los Libros de la Catarata.
[6] Gramsci, Antonio. (2009). La política y el Estado moderno. Barcelona: Diario Público, p. 124.
[7] De la Cruz, Ángel. (18 de septiembre de 2017). Gramsci y el análisis del Estado: el origen del concepto de hegemonía. Recuperado de: https://angeldelacruz.net/gramsci-y-el-analisis-del-estado-el-origen-del-concepto-de-hegemonia/
[8] Gramsci, Antonio. (2017). Escritos (Antología).Madrid: Alianza Editorial, p. 221.
[9] Miliband, Ralph. (2019, 7 de julio). El golpe de Estado en Chile (Sin Permiso, trad.). Sin Permiso. (Obra original publicada en 1973). Recuperado de: http://www.sinpermiso.info/textos/el-golpe-de-estado-en-chile
[10] Jessop, Bob. (2018). Marx y el Estado. Viento Sur. (158), 60-89.
[11] Lenin, Vladimir. (1922). Informe político del Comité Central del PCR(b). En Žižek, Slavoj. (Ed.) (2018). Territorios inexplorados. Lenin después de Octubre. Madrid, España: Ediciones Akal, pp. 111-112.
[12] Poulantzas, Nicos. (1969). El problema del Estado capitalista. En Poulantzas, Nicos. (1974). Sobre el estado capitalista. Barcelona: editorial Laia, p. 131.
[13] Gramsci, Antonio. (2009). La política y el Estado moderno. Barcelona: Diario Público, p. 241.
[14] Gramsci, Antonio. (2017). Escritos (Antología). Madrid: Alianza Editorial, p. 253.
[15] Miliband, Ralph. (1970). El Estado en la sociedad capitalista. México: Siglo XXI, p. 6.
[16] Ibid., p. 24.
[17] Miliband, Ralph. (1991). Réplica a Nicos Poulantzas. En Tarcus, Horacio. (Ed.). Debates sobre el Estado capitalista. Estado y clase dominante. Buenas Aires, Argentina: Imago Mundi, p. 99.
[18] Miliband, Ralph. (1991). El Estado capitalista: una réplica a Miliband y Laclau. En Tarcus, Horacio. (Ed.). Debates sobre el Estado capitalista. Estado y clase dominante. Buenas Aires, Argentina: Imago Mundi, p. 160.
[19] Poulantzas, Nicos. (1987). Estado, poder y socialismo. Madrid: Siglo XXI, p. 154.
[20] Gold, David; Clarence; y Wright, Olin. (1985). Recientes desarrollos en la teoría marxista del Estado capitalista. En Sonntang, Hold, y Vallecillos, Héctor. El Estado en el capitalismo contemporáneo. México: Siglo XXI, p. 35.
Artículo publicado en la revista digital La U el 12 de septiembre de 2019.