«Esto lo arreglamos entre todos» fue el lema de una campaña iniciada por algunas grandes empresas y distinguidas personalidades en 2010. El mensaje era claro: banqueros, grandes empresarios, afectados por las hipotecas y parados iban todos en un mismo barco. Para salir de la crisis debíamos desprendernos de actitudes tóxicas y remar juntos. Visto con perspectiva puede parecer ridículo, por no decir insultante, pero si la idea sonaba bien en la cabeza de aquellos publicistas era porque conectaba coherentemente con el relato de las últimas décadas. Llegamos al «fin de la historia», el neoliberalismo se impuso como único modelo y un relativo y desigual desarrollo económico convirtió la lucha de clases en una antigualla para historiadores.
Sin embargo, la magnitud de la crisis impidió que ésta fuera canalizada culturalmente en la dirección señalada por el lema «esto lo arreglamos entre todos». El 15-M señaló que la crisis no era el resultado de un fenómeno azaroso sino una estafa acometida por los poderes económicos y políticos, revelando (unas veces de manera primaria y otras de manera más instintiva) la existencia de intereses irreconciliables entre esos poderes económicos y políticos y una ciudadanía mucho más sencilla que no gozaba de ningún privilegio. Desde la izquierda intentamos afinar situando de nuevo a las clases sociales en la centralidad del conflicto político con resultados socioculturales seguramente modestos pero ineludibles a la hora de entender algunas particularidades del panorama español: las dificultades para la consolidación de una formación explícitamente de extrema derecha o la presencia de una izquierda que a pesar de todo sigue representando una anomalía en el ámbito europeo.
La crisis evidenció la existencia de clases sociales en disputa con intereses antagónicos. Los afectados por las hipotecas, las cláusulas suelo o las preferentes no van en un mismo barco con los banqueros. No son compañeros. Sin embargo, la resurrección de la clase apenas está sirviendo para analizar mejor una realidad social que no se puede entender sin las estructuras de clase. Basten dos ejemplos: los análisis que convierten a la clase trabajadora en el chivo expiatorio de las llamadas democracias liberales («esos paletos son los culpables del auge de la extrema derecha») o los que se limitan a señalar lo obvio, como la mera existencia de la clase trabajadora desde un plano teórico.
Señalar la evidencia es insuficiente
Durante todo el período de la ofensiva cultural del neoliberalismo la izquierda se limitó en muchas ocasiones a señalar la existencia de la clase trabajadora poniendo de relieve las contradicciones sociales, bien desde un análisis más empírico (datos, estadísticas, etc.) o bien desde un análisis más teórico. Ambos partían de la desesperación ante la falta de capacidad para incidir en la realidad social desde lo cotidiano. Así, una parte de la izquierda partía del siguiente análisis, el cual acababa teniendo unas implicaciones prácticas muy concretas.
En el capitalismo, la sociedad está dividida en una base o infraestructura compuesta por las relaciones económicas en general y los medios de producción en particular. Dicha base serían los cimientos que acabarían determinando las superestructuras (políticas, jurídicas, etc.) que se levantan sobre ella. Así pues, nuestra posición respecto a los medios de producción determina nuestra clase social: si poseemos medios de producción somos capitalistas (o burgueses) y si no los poseemos somos trabajadores, ya que nos vemos obligados a vivir vendiendo nuestra fuerza de trabajo. Por lo tanto, resulta más que evidente la existencia de las clases sociales, de sus intereses antagónicos y, por tanto, de la lucha de clases. Durante estos años la «estafa» ha consistido en que los más ricos están saliendo de la crisis haciéndose aun más ricos, mientras se instalan unas condiciones estructurales de precariedad para la mayoría social trabajadora. Esto es así y mi vecino es un trabajador aunque no tenga conciencia de ello y, por ejemplo, vote a quienes objetivamente son sus verdugos.
Limitaciones y errores de esta definición
La clase sería una posición objetiva, estática, independiente de la voluntad o identidad de los mismos trabajadores que pueden estar alienados y ser rehenes de la «falsa conciencia». Por lo tanto, y siguiendo con la reductio ad absurdum, la clase sería una especie de recipiente que debemos rellenar de conciencia (de clase) para que pueda convertirse en «clase para sí». Aquí es donde cobrarían especial importancia la pedagogía y el discurso. Primer problema: se quiera asumir o no, de este análisis se desprende una mirada elitista y paternalista, pues sería una élite selecta quien se encargaría de dirigir (¿desde afuera, desde arriba, desde dónde?) a través de la representación a un pueblo ignorante o «engañado». Paradójicamente, populistas y materialistas burdos se dan la mano en este punto porque su disputa parte de la misma cuestión: quién representa de manera «más fidedigna» al pueblo o a la clase trabajadora.
Aunque sea –a propósito– una simplificación, la definición anterior es la que marca numerosos análisis, diagnósticos y propuestas. Se trata de una definición de por sí simplista e incluso, en sentido estricto, errónea. Si partimos de una mirada estrecha que atiende únicamente a la posición estructural (o, por otro lado, a las identidades) estamos convirtiendo a la clase en un objeto ajeno a los procesos históricos, lo que nos lleva a contraponer una posición teórica «objetiva» frente a la expuesta por el neoliberalismo. Es decir, a la impotencia.
Algunos apuntes sobre el concepto de clase
Volver a manosear todos estos conceptos no tiene ningún tipo de interés desde una posición estrictamente teórica. El objetivo no es otro que entender cómo influyen de manera inevitable las estructuras objetivas en la realidad social. Dicho de otra manera: lo que necesitamos es entender mejor la sociedad para poder intervenir de manera más efectiva en ella.
Muchos de los errores parten de una lectura estrecha de la metáfora base/superestructuras. Lo cierto es que hay razones para ello, ya que el propio Marx arrastra distintas definiciones de las superestructuras. En la primera las acota a “lo político y lo legal”, en la segunda a “las formas de conciencia que expresan una particular concepción del mundo” y en la tercera al “proceso mediante el que los hombres toman conciencia de un conflicto económico y lo combaten”. La primera visión dirige nuestra atención hacia las instituciones, la segunda hacia las formas de conciencia y la tercera hacia las prácticas políticas y culturales. Sin duda es la primera visión la más extendida y a partir de la cual una parte de los marxistas constituyeron una teoría muy restringida de dicha metáfora en la que habría una separación orgánica entre la base y las superestructuras que a su vez daría pie posteriormente a más separaciones entre lo económico (o material) y lo cultural, lo objetivo y lo subjetivo.
Marx también sembró sus propias confusiones al entender, por ejemplo, que un cambio en la base económica conllevaría una transformación de las superestructuras. Esto dio lugar no solo a una separación espacial (en un lado –abajo– está lo económico y en otro –arriba– lo cultural) sino también temporal: primero lo económico y después lo cultural. Sin embargo, las experiencias socialistas pronto demostraron que estas separaciones no son en absoluto orgánicas sino dialécticas, complejas y dinámicas: una economía socialista no es garantía de una sociedad feminista o atea, por ejemplo. Parece más acertada la metáfora de la economía como el esqueleto que vertebra un cuerpo conjuntamente con el desarrollo de los distintos órganos, músculos, etc., o la utilizada por el propio Marx de la base como una iluminación general en la que se inserta una diversa tonalidad de colores.
Por supuesto que lo económico supone una cierta «determinación» que funcionaría –usando palabras de Raymond Williams– como límites o presiones sociales, pero no como un condicionamiento absoluto de todo lo demás en clave determinista. De nuevo Marx ofrece varias definiciones. El materialismo más estrecho asume que las condiciones materiales determinan la conciencia, algo que se desmonta echando un ligero vistazo a nuestro alrededor sin necesidad siquiera de analizar el panorama político. Por otra parte, cuando Marx dice que es el ser social lo que determina la conciencia está señalando una complejidad que va más allá de la mera posición objetiva en las relaciones sociales de producción. No solo importa la contradicción estructural (la explotación) sino cómo la vives y la socializas: de aquí tira Thompson para desarrollar el concepto de «experiencia». No hay una separación orgánica entre lo material y lo cultural, y mucho menos lo cultural –en sentido amplio– es sinónimo de superficial o secundario. De hecho, muchas movilizaciones se producen más desde el impulso moral que desde el espasmo de los estómagos hambrientos.
Thompson entiende la clase como un proceso en el que destacan tres campos relacionados entre sí: las relaciones productivas, la experiencia y la articulación de intereses, que podría asimilarse al concepto de conciencia de clase. Lo que desarrolla el historiador británico es algo que en realidad ya señaló Marx utilizando el ejemplo de los campesinos franceses: sin lucha no hay clase en sentido pleno. Los campesinos compartían explotación y sufrimiento, pero sus reivindicaciones no pasaban del ámbito local y corporativo, por lo que no generaban ni comunidad ni organización política: no «formaban una clase».
La clase no es algo fijo, estático, ajeno al proceso histórico y que viene dado únicamente por una posición estructural objetiva. La clase es una construcción, y esto no implica que dicha construcción sea arbitraria. La clase se construye precisamente a través de la lucha y los conflictos generados dentro de una estructura de clase concreta, por lo que es una formación social y cultural al mismo tiempo. Y que la clase sea una construcción no implica en absoluto una ruptura con el amarre socioeconómico ni tiene nada que ver con la construcción del pueblo para el populismo. Al contrario, es el materialismo burdo –como decíamos al principio– quien confía en una capacidad mágica del discurso como hace el populismo, con la diferencia de que el primero apuesta por una retórica y una estética más acorde a los «intereses objetivos» de la clase trabajadora. En el fondo, como advierte el asturiano Juan Ponte, subyace un idealismo más cercano al intelectualismo socrático que al materialismo marxista: quien conoce el bien hace el bien, quien conoce una injusticia lucha contra ella.
De la misma manera, es un error conceptualizar a la clase desde una determinada identidad. La identidad puede ser muy diversa dependiendo del contexto, del proceso de «concienciación de clase» y de la experiencia. La experiencia está atravesada de manera ineludible por los límites y las presiones sociales relacionadas con la dimensión económica, pero la conciencia de clase puede surgir de distintas formas de la misma manera que, en última instancia, la identidad. Analizar la clase desde una perspectiva eminentemente estructural o identitaria impide atender la enorme complejidad de una fuerza viva que no es la misma durante todo el movimiento histórico: como intuía el mismo Engels, un trabajador es «otro» después de experimentar una lucha política.
El verdadero dilema: representar a la clase o ser clase
Todos los dilemas o dicotomías que se han instalado en los últimos meses (material/cultural, objetivo/subjetivo, etc.) son falsos o al menos requieren otro enfoque, pues parten de un análisis incorrecto de la dualidad señalada al principio: base/superestructuras. De la misma manera, creo que sí existe un dilema que atraviesa los últimos debates a tener en cuenta: ¿la izquierda tiene que representar a la clase o ser clase? Lamentablemente, la mayoría de los debates han girado en torno a la representación aunque sea de manera indirecta e implícita. Sin embargo, el verdadero problema de la izquierda no es ni el discurso, ni el programa ni la acción institucional. No es cierto que en esos tres ámbitos la izquierda haya abandonado lo que se entiende –a mi juicio de manera simplista– como «lo material» o «de clase».
El verdadero problema de la izquierda es que en términos estrictos no «es» clase. Y esta afirmación no pretende poner el foco en el perfil sociológico de las personas que componen las organizaciones de la izquierda. Sobre esto se han escrito cosas interesantes y la mayoría ciertas, pero en cualquier caso me parece un síntoma de algo más importante: una organización política de la izquierda debe ser una parte organizada de la clase trabajadora, debe estar insertada en su cotidianidad. Y para entender esto debemos superar la visión restringida del concepto de «sociedad civil», normalmente delimitado por aquellos espacios compuestos por colectivos relativamente ideologizados y por tanto accesibles. Esta restricción lleva consigo su propia falsa dicotomía: calle/instituciones, la traducción coloquial de sociedad civil/sociedad política. Sin embargo, la sociedad civil son todos esos espacios en los cuales se reproduce consenso e ideología, casi siempre de manera aparentemente «neutral»: la ideología triunfa precisamente cuando es capaz presentarse como «sentido común», cuando se invisibiliza. El proceso ideológico no conoce descanso, pues impregna toda nuestra socialización desde que nos despertamos por la mañana y abrimos las redes sociales en el móvil.
No se trata de enzarzarnos en una mera disputa por el sentido común existente, sino de crear espacios propios de socialización, de ir construyendo el bosquejo de una nueva sociedad que no esté atravesada por la mercantilización absoluta. Eso significa mancharnos de la realidad de nuestra clase, ajena a los falsos dilemas que inventamos para explicar desde fuera dicha realidad. De nuevo, la impotencia.
El problema no es que nuestros discursos, programas o iniciativas legislativas no sean «de clase» o no respondan a los intereses «objetivos» (materiales) de la clase trabajadora, el problema es que nuestras propuestas no superan el ámbito institucional y por lo tanto no tienen incidencia real en la cotidianidad de la clase trabajadora. Dediquemos al menos una parte de nuestro tiempo a debatir en torno a propuestas concretas cómo expandimos a lo largo y ancho de la sociedad civil la organización, en el sentido más amplio posible y, por tanto, no «orgánico» o interno. Una organización que asuma este ambicioso reto debe asumir, al mismo tiempo, que debe convertirse en un verdadero «intelectual colectivo» en el que hasta el último simpatizante del proyecto sea en su modesta praxis cotidiana un «dirigente». Esto último puede servir a modo de precaución: no nos traguemos otra falsa dicotomía entre obreros e intelectuales que restrinja ambos conceptos y los enfrente.
Una izquierda de clase no es aquella que representa de manera más objetiva los intereses de la clase trabajadora, sino aquella que forma parte de la clase y desde su cotidianidad va sembrando las semillas de la nueva sociedad. Aquella que, en definitiva, es clase.