Se dice que el miedo, además de ser libre pues cada uno coge el que quiere, es como el frío: una vez que lo coges es difícil soltarlo.
No obstante, hay una práctica que es bastante sencilla y consiste en calzarse deportivas, calentar los músculos, echar a trotar por un camino hasta que llegues a un tramo en el que no haya señoras que te puedan tomar por loco, y una vez allí pegar el mayor grito que seamos capaces de soltar. Acto seguido nos damos la vuelta y esprintamos hasta que volvamos a nuestra casa, independientemente de la distancia a recorrer. Llegaremos muy cansados pero llegaremos con la satisfacción del que llega a meta, y sólo esa satisfacción nos puede hacer ponernos delante del espejo, mirarnos fijamente, levantar el dedo índice como lo hacía Guti cuando daba un pase y sabía que ese pase sólo lo podía dar él, y esbozar la sonrisa del que sabe que tiene lo más importante en esta vida: entereza y clase.
Así es la vida, una pedregosa carrera en la que si te entra el miedo y te paras, no sólo no avanzas sino que retrocedes. En cambio, si eres capaz de cerrar los puños y echar a correr aunque haya tramos en los que creas que no llegas o que incluso no merece la pena llegar, podrás mirarte con orgullo en ese espejo del lavabo al que tanto le gusta juzgar.
Yo lo tengo claro: no podemos vivir en la cárcel y asustados.