La dramática situación que vive la Comunidad de Madrid podría resumirse en los dos vídeos virales de los últimos días. En el primero, una sanitaria del Puente de Vallecas denunciaba las condiciones de precariedad en las que trabajan y, ante la pregunta por el alto índice de contagios en el barrio, respondía: «¿Quién trabaja? La clase obrera. ¿Quién se traslada? La clase obrera. ¿Quién vive en pisos pequeños? La clase obrera». No era necesario ser un lumbrera, añadía, para entender una evidencia que difícilmente puede ser camuflada ya tras los discursos edulcorantes más propios del «coaching» que del análisis político: el virus sí entiende de clases sociales. Por si quedaba alguna duda, tan solo un día después una vecina de La Moraleja nos brindaba una declaración que bien podría entresacarse de un libro de Christophe Guilluy: «Los de La Moraleja no nos mezclamos con la gente que vive en Alcobendas. Esta es una zona muy tranquila. Vivimos todos en chalés y cuando salimos no nos cruzamos con nadie».
La crisis de la Comunidad de Madrid, epicentro europeo del virus, es el resultado paradójico del fracaso y el éxito de todo un modelo político. Por un lado, nos encontramos con un sistema fallido en términos de cohesión social e integración territorial, incapaz de ofrecer una respuesta mínimamente satisfactoria para preservar la salud pública y atender las necesidades comunes. Décadas de recortes y privatizaciones han producido un brutal deterioro de las condiciones de vida de las familias trabajadoras y los barrios humildes. Sin embargo, este fracaso no es sino la otra cara de su éxito: la segregación real de las clases altas respecto al resto de la población. Y es que uno de los efectos más perversos del neoliberalismo es el separatismo de clase, la desconexión de los ricos del conjunto de la sociedad. Como en una burbuja, estos viven en urbanizaciones de lujo infranqueables, van a colegios y médicos privados y, en definitiva, ya no tienen la necesidad de mezclarse con la chusma (con la excepción, claro está, del contacto necesario con los trabajadores del servicio de cuidados y del hogar –lo que desencadena su pánico–).
En este sentido, según afirma el propio Christophe Guilluy, «la sociedad abierta es la fake news más flagrante de las últimas décadas». La globalización neoliberal no ha generado un espacio abierto para todas las personas, articulado a través del libre mercado, sino que ha provocado la fractura entre unas élites minoritarias integradas en la economía globalizada y la inmensa mayoría de la sociedad, que sobrevive a duras penas por afuera de «los muros del dinero». El neoliberalismo no ha traído plácidamente a nuestras casas la modernidad, sino que ha devuelto, mediante al totalitarismo del mercado, una configuración espacial de la desigualdad que en realidad nos retrotrae a la Edad Media.
El motivo de fondo de las movilizaciones «cayetanas» que desafiaron el estado de alarma no era el fin de este; ni siquiera se trataba de una protesta genérica contra un Gobierno de coalición que consideran ilegítimo e incluso criminal. Lo que los vecinos del barrio Salamanca no podían permitir, bajo ningún concepto, era que los poderes públicos los trataran como al resto. Como a aquellos que, según su entendederas, son “el resto” de la sociedad. Acabáramos. Pero mientras ellos protestaban, negándose a asumir las mismas normas que los demás, los vecinos de los barrios obreros se movilizaban porque no están dispuestos a soportar más discriminación. La diferencia es abismal y en ella reside la contradicción entre los dos planos conjugados de la Comunidad de Madrid que, de manera magistral, representaron con sus intervenciones la vecina del Puente de Vallecas y la vecina de La Moraleja: el de la explotación laboral de los muchos y el de los privilegios de unos pocos.
Los gobiernos del PP de Madrid llevan décadas aplicando con férrea disciplina un programa neoliberal del que, a buen seguro, Margaret Thatcher estaría orgullosa: reducción de los poderes públicos a su mínima expresión, privatización de servicios básicos y regalos fiscales para los más ricos, en contra de la progresividad fiscal recogida en la Constitución. Una política económica que es, a su vez, una propuesta cultural ambiciosa que recoge las diversas inseguridades del mundo cambiante y las transforma, como hemos visto, en formas de vida que rezuman clasismo, racismo, machismo y aporofobia. El éxito más importante del neoliberalismo no es el trasvase de recursos de la mayoría social a una minoría privilegiada, sino su capacidad para conformar el sentido de lo que hacemos, pensamos y decimos, para modificar nuestra manera de relacionarnos con los demás, nuestra cotidianidad.
A pesar de que las últimas medidas puestas en marcha por el Gobierno de Ayuso y Aguado parezcan propias de una película distópica, su estrategia «trumpista» está siendo de momento útil, y refuerza el ensimismamiento de unas clases privilegiadas encantadas de conocerse. Para confrontarla no bastará con la apelación a la democracia, a los derechos humanos o a la justicia social. Acaso estas apelaciones sean necesarias, pero no son suficientes. Como mínimo, hace falta una política industrial que suponga la diversificación de nuestro tejido productivo y genere empleo de calidad, una política fiscal progresiva que haga que los que más tienen paguen más, y es imprescindible blindar los servicios públicos y asegurar nuestros derechos civiles. Pero hace falta algo más. Para ello, debemos ser capaces de construir espacios de socialización entre iguales, que se opongan efectivamente a las dinámicas neoliberales. Necesitamos producir otro sentido común. La justicia no consiste solamente en el reparto de bienes o recursos, sino en la constitución de las condiciones materiales que posibilitan las capacidades de agencia de cualquiera.
Boris Johnson, primer ministro del Reino Unido y líder «tory», corrigió, tras su hospitalización, a Thatcher: «La sociedad existe». Es muy probable que los dirigentes del PP estén de acuerdo con esta afirmación a pesar de su manifiesta sociopatía. Las distintas expresiones de la derecha radical apuestan por la desconfianza: hacia lo público y lo común, hacia los conocimientos científicos y hacia los demás. La desconfianza genera un estado de paranoia colectiva especialmente sensible a las propuestas reaccionarias. El Mal radica en el/lo Otro. Reconstruir la confianza colectiva, tejiendo lazos sociales y garantizando los derechos de existencia de las familias trabajadoras –el derecho de cualquiera a una vida digna–, es la gran tarea civilizatoria que la pandemia nos ha impuesto. Lo que está en juego es nada más y nada menos que el modelo de sociedad que seremos durante décadas.
Juan Ponte González (@JuanGPonte) es concejal de Cultura y Participación en el Ayuntamiento de Mieres y miembro de la Fundación de Investigaciones Marxistas y del Consejo de Redacción de la revista laU.
Ángel De la Cruz (@angeldelacruziu) es responsable de Estrategia política de IU y coordinador de la revista laU.
Artículo publicado en laU el 22 de septiembre de 2020.
Fotografía de Dani Gago.