En tiempos de crisis, grandes retos o decadencia, nacen –o son rescatados– los superhéroes. Éstos pueden trascender el ámbito de lo que se entiende como «cultural» e instalarse en el imaginario colectivo, representando la grandeza de una idea, un valor o un país. Los Estados Unidos son los grandes expertos en el tema, basta con hacer un rastreo histórico sobre la creación o recreación de unos superhéroes que son capaces de representar los intereses generales de un país. Mi favorito es Batman. La trilogía de Nolan ha sido lo mejor llevado al cine al menos hasta el momento. De sus películas se podrían extraer lecciones políticas notables, especialmente de la última: la representación de la Revolución como caos y anarquía, con las masas embrutecidas, la violencia, los juicios sumarísimos y el desorden acabando con cualquier resquicio de civilización: ¡podemos imaginar el fin del mundo, pero no el fin del capitalismo!
Dicho esto, buscar algo parecido a un superhéroe en el panorama político español sería una pérdida de tiempo. Resulta más interesante rescatar Gotham, una serie que pasó desapercibida y no fue del gusto de la crítica, que nos muestra la ciudad en la que el joven Bruce Wayne toma conciencia hasta enfundarse la capa. En definitiva, nos dice en qué y cómo está corrompida Gotham. Siendo una serie modesta sin más pretensión que el mero entretenimiento, nos enseña que es la mafia (encabezada por el capo Falcone) la que gobierna la ciudad y manda sobre políticos y policías. El capo Falcone, el verdadero alcalde de la ciudad, tiene un encontronazo con el honesto e impertinente policía Jim Gordon en el que da la clave para entender el famoso «golpe de estado» en el PSOE: «Soy un hombre de negocios. No puedes tener el crimen organizado sin orden ni ley». Más adelante añade: «Tu enemigo no es el sistema, es la anarquía». Entiéndase anarquía como eso que los liberales llamaron ingobernabilidad.
Estos meses están siendo los meses de las contradicciones y las paradojas. La estrategia de Pedro Sánchez siempre fue ir a unas terceras elecciones para demostrar a los poderes fácticos que era capaz de neutralizar a Unidos Podemos (¡mira mamá, sin manos!), pero esa estrategia ha resultado ser incompatible con los intereses de esos mismos poderes fácticos que no están dispuestos a correr el riesgo que suponen unas terceras elecciones y el inherente desgaste de éstas con independencia del resultado. Así, se ha dado la paradoja de que los intereses del «régimen del 78» han sido incompatibles con los intereses del que hasta ahora había sido su principal partido, el PSOE: el objetivo principal de éste sigue siendo marginar a Unidos Podemos para mantener el capital simbólico de la alternancia entre una derecha y una supuesta izquierda, pero el del régimen es la estabilidad, que inevitablemente pasa por una Gran Coalición en diferido. La estabilidad, nos dicen, es la garantía para que la economía vaya bien, de lo que hay que traducir, siguiendo a Falcone: la estabilidad es la garantía de que podamos seguir tanto robando como aplicando políticas que solo benefician a una élite privilegiada. Todo lo que no sea esa estabilidad es caos, anarquía y, por supuesto, mala imagen. Pero lo que llaman ingobernabilidad es la incapacidad que tienen los gobernantes para gobernar como antes y la indisposición de los gobernados a ser gobernados como antes. Ese es el cuestionamiento social sobre el que se sustenta la crisis de régimen, y difícilmente puede subsanarse con un equilibrio parlamentario. Claro que las instituciones no son la única herramienta, ni siquiera la más importante. Uno no se engancha a un proceso histórico mediante un número de espera como en la carnicería. Lo decía un ingenuo en La Marsellesa, la película sobre la Revolución Francesa de Jean Renoir: «No entiendo esta burocracia. ¿Un papel para hacer la revolución? ».
Paradójico ha resultado, también, comprobar que quienes aspiramos a cambiar el estado actual de cosas hemos sido víctimas de nuestro propio momentum. Es decir, nuestra tarea es contribuir a la agudización de las contradicciones de que es víctima un sistema contradictorio per se, generar lo que ellos llaman despectivamente ingobernabilidad, pero al mismo tiempo este contexto nos ha cerrado el paso porque la gente ha pedido estabilidad. Ante el miedo al cambio la gente vuelve a lo de siempre. Virgencita que me quede como estoy. Primera lección política para los defensores de la amabilidad: contra el cambio que representaba Unidos Podemos no solo se alimentó el miedo, sino también –y principalmente– el odio. El odio de clase. La agudización de las contradicciones objetivas no ha ido acompañada de la agudización de las contradicciones subjetivas, es decir, de un proceso profundo de concienciación colectiva que sea capaz de dirigir la excepcionalidad en un sentido transformador y no conservador o reaccionario. A un poder económico no se le puede vencer con un giro lingüístico sino construyendo un contrapoder social. El viejo topo. En la importancia en este matiz radica la diferencia entre Pablo Iglesias e Íñigo Errejón, por cierto.
Las huestes comandadas por Felipe González brindaron otra lección a los defensores de plegarse a lo realmente existente: hay cosas que solo parecen imposibles hasta que se hacen. Innumerables cargos, militantes y simpatizantes del PSOE defenderán mañana la necesidad de la abstención con la misma vehemencia con la que hace tres días decían que jamás, bajo ningún concepto, harían presidente al eterno enemigo. Hay cosas que se hacen, cae un chaparrón, se resiste, y acaban por naturalizarse. El poder de la valentía y el tesón en política, en este caso en un sentido negativo. Llevamos años defendiendo que tarde o temprano habría una Gran Coalición, aunque desconocíamos el formato, ya que PP y PSOE no son lo mismo (la importancia de la historia y el capital simbólico) pero tienen un programa económico similar: lo que manden los bancos. Ahora está por ver la capacidad de blindaje que tiene el bipartidismo. ¿Serán capaces de culminar una reforma gatopardiana, con una ley electoral de efectos mayoritarios, un nuevo encaje territorial y un toque cosmético de regeneración democrática que a la vez ponga punto y final a la corrupción de treinta años? ¿Seremos capaces de construir un contrapoder social lo suficientemente larvado como para romper ese blindaje? ¿Hacia dónde intentará moverse el PSOE: hacia el espacio del nacional-constitucionalismo, en el que el PP juega en casa, o hacia lo que ayer fue el espacio socialdemócrata, sin margen alguno de maniobra en la Unión Europea alemana?
Tiempos de contradicciones y paradojas. Tanto es así que el proceso de estos meses podría resumirse de la siguiente manera: el PP debe salvar al PSOE para mantener la estabilidad de un sistema basado en el turnismo y el PSOE no puede echar al PP del gobierno porque en ese caso no podrían ejercer las presiones de los aparatos del Estado para, entre otras cosas, encauzar los innumerables procesos judiciales abiertos: mucha gente acabaría durmiendo entre rejas. ¿Qué exageración? En tan solo un par de años el proceso judicial italiano de la Tangentópolis fulminó todo un sistema de partidos con más de cuarenta años de historia y a sus dos principales partidos: el Partido Socialista y la Democracia Cristiana. ¿Paradójico, verdad? Dos supuestos enemigos condenados a entenderse hasta el punto de que la supervivencia de uno depende de la supervivencia del otro. «Y morirme contigo si te matas/ Y matarme contigo si te mueres».
Siempre resulta interesante atender a los movimientos que se producen en esa representación teatral en que se ha convertido la política mediático-parlamentaria. Pero lo que ha demostrado la defenestración de Pedro Sánchez es que apenas existe la «autonomía de lo político»: los dueños de los grandes bancos no pueden llamar al Secretario General y hacerlo dimitir, pero sí pueden llamar a Felipe González para que éste convoque al Séptimo de Caballería y lo hagan dimitir en un Comité Federal. El final ya se sabe, entre todos lo mataron y él solo se murió.